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IBIS Y LOS BARCOS DE ZEUS. Manuel Rojas

«Pero ahora veía los barcos de Zeus en altamar…»

IBIS Y LOS BARCOS DE ZEUS

Ella besaba el vientre de los gorriones. Bebía el dulce elixir de las amapolas. Acariciaba los aterciopelados árboles de soledades pretéritas. Sus dueños, los antepasados patriarcas, se conformaban con su sola presencia. Ella significaba para la ciudad, la protegida de Zeus. Sin embargo, no estaba satisfecha con ese mérito que decía no merecer. Sus manos blancas, pequeñísimas, sus pies rosados, su talle de muñeca dorada, su perfil de muchacha india, no contrastaban con la sombra amorfa de su protector. Entonces, dueña de su voluntad, deshizo la mezquina sentencia que la tendía sobre un césped de contradicciones. Predijo el final, cuando apenas empezaba a creer que podría huir de su conflicto. Se sentía presa de si misma, de su silencio y su entrega, de su pobreza para escapar de la cárcel.

El misterio de una lámpara que iluminaba la otra parte del pasillo, por donde miraba al mar, se presentaba como la única salida. El fulgor azul de las sombras serenas de la tarde, en la caída del sol, permitieron sucumbir contra el recuerdo.

Desde niña tuvo miedo de su celda, de su implacable celador, y de sus propias contradicciones. Pero ahora veía los barcos de Zeus en altamar, distantes, misteriosos, solitarios. El día del fin se acercaba en un ventarrón de huestes que imploraban su redención. El engranaje, en la máquina del tiempo, abrió el camino sobre la rueda del olvido, para salvar, definitivamente, el reino de Ibis. Tras los faroles de la ciudad incendiada, la lluvia arreciaba en el océano, en medio de la neblina, y en la proa, semi desnuda, la muchacha daba latigazos sobre la furia del agua verde oliva que amenazaba con anegarla.

Ibis fue rescatada, días después, de encrespadas olas, a donde van los muertos después de la vida, para reencontrarse con su sombra. Ahora yace en el rostro que se mira en el espejo, cuyo fondo siempre será un pedazo de mar desbocado, como un caballo que se perdió en la selva, y temeroso, vaga por los precipicios de su infructuoso destino.

Manuel Rojas

HERA. Alejandro Filio