Por allí está el Licenciado (Relato de Migrantes en Serie): “XX. Las Redes”. Por Luis Enrique Homes
Tres o cuatro veces a la semana Andrea tenía una asignación especial del licenciado, que ella cumplía con desgano en la oficina. Siempre tenía que contar el dinero que alguna persona de confianza – casi siempre Antonio – le dejaba sobre su escritorio en bolsas plásticas oscuras, organizarlos por denominaciones y colocarlos en la bóveda, indicando el día del conteo sobre los estantes de acero inoxidables dentro de la bóveda. En una semana se podrían contar fácilmente entre trescientos y quinientos mil dólares. Pero todas las semanas, las cifras aumentaban.
Había una o más personas que Andrea desconocía, que tenían acceso a la parte posterior de la bóveda desde otra parte de la edificación. Esas personas sacaban los billetes de baja denominación, particularmente los de uno, cinco y diez dólares y dejaban una relación en un libro de salida de dinero, de manera que Andrea tenía que hacer un “arqueo” de lo que ella había colocado en la bóveda, menos lo que las personas de la parte posterior habían sustraído durante la noche.
Andrea necesitaba comentar esta situación con su confidente Jacinta. De manera que le escribió un mensaje de texto.
“Tengo antojo de tomarme una buena sopa de auyama de la que preparas. ¿Cuando me la traes?.”
“Claro, yo te la llevo mañana, porque hoy estoy trabajando”.
“Gracias, trae suficiente para que nos acompañe mi mama”.
“Claro que sí, te llevaré bastante, menos para tu marido”.
Andrea se contentó de que su amiga hubiese conseguido trabajo, lo necesitaba.
Al mediodía del día siguiente estaba Jacinta con su buena ración de sopa. Ya en la sobremesa y sentadas las tres, Andrea le preguntó:
¿Cuéntanos Jacinta y que conseguiste trabajo, de que estás trabajando?
Pues atendí una llamada que está haciendo una gente que va a venir al pueblo y que están comprando unas fincas de café, allí del otro lado de la ladera. Estaban necesitando una persona que fuera como la administradora y que las orientara en el pueblo. Yo pienso que necesitaban como una baquiana.
Aja, ¿pero que haces?
Bueno, por ahora, no mucha cosa. – Replicó,- tengo que ir muchas veces a los bancos con un chofer de la empresa que trajeron de Pueblo Escondido. Y como no tienen personal todavía, pues yo hago los depósitos del dinero a los parceleros. Como son muchos depósitos, pues me paso al menos tres veces a la semana de banco en banco con el chofer para arriba y para abajo, de banco en banco depositando dinero.
¿Y por qué le depositan a los parceleros? Preguntó Rosa
Pues yo entiendo que le están comprando la cosecha del café de manera adelantada y entonces pues yo soy la encargada de ir a los banco a hacer todos los depósitos en efectivo.
Que raro, deben estar muy contentos estos parceleros de que le están comprando el café, sin que produzcan café y mucho menos después de la plaga que cayó el año pasado que arruinó todas las plantaciones. Dijo Rosa con cierto cinismo.
Pues sí, la verdad, no lo había pensado.
Un silencio de ultratumba se apoderó de la mesa. Las tres mujeres se veían entre sí como queriendo decir algo que uniera dos historias independientes que no se atrevían entrelazar. Rosa rompió el hielo y con voz inquisidora, casi de detective, comenzó a indagar:
¿Cuántas veces a la semana vas a los bancos?
Como le dije Dona Rosa, casi siempre voy tres veces a la semana. Así ha pasado en las últimas dos semanas desde que empecé a trabajar.
¿Y siempre vas tú sola?
Voy con un chofer y a veces vamos con otras dos muchachas. Él nos espera en el carro mientras hacemos los depósitos.
¿Y los depositos son en dinero en efectivo?
Si
¿Y a nombre de quien se hacen los depósitos?
Pues a nombre de personas diferentes y de cuentas diferentes
¿Y por cuanto es el monto?
Pues no pasan de 800 o 900 dólares, casi siempre en billetes pequeños.
Nuevamente volvió el silencio entre ellas y el cruce de miradas nerviosas.
“Pues Andrea se me hace que está trabajando en lo mismo, pero desde aca en la casa”, afirmó Rosa con cinismo y agregó: “Pues de caligrafista, ahora la ascendieron a gerente de bóveda”.
Rosa no podía creer lo que estaba escuchando de su mamá. ¿Era una represalia? ¿Un comentario cínico e hiriente? Pero lo más perturbador eran los nexos que había descubierto su mama en un conversación tan sencilla de sobremesas y que a ella, en ese momento, le parecía obvio: El dinero que ella estaba contando en la oficina y depositando en la bóveda, era el dinero que salía del otro lado de la bóveda y que Jacinta llevaba como jíbara a los bancos, para una supuestas cuentas de parceleros que vendían por adelantado sus cosechas de un café que no podía producirse. Andrea se sintió iluminada y extrañada por ese pensamiento tan fino y elaborado, propio de su amigo Ignacio.
Sentadas en la mesa las tres se pusieron las manos sobre la cara, apoyando los codos sobre la mesa. Andrea se pasó la mano por la cabeza, tratando de descifrar un rompecabezas. Rosa se levantó a hacer café y se mudaron a la sala a hablar y detallar todo lo que había pasado: el hallazgo del documento sobre la venta de la casa, el trabajo que hacía Andrea para el conteo escondido del dinero y la colocación en la bóveda; el hallazgo de una maleta de dinero en las cosas de la abuela y el más reciente trabajo de Jacinta.
Las tres mujeres estaban sentadas sobre un campo minado de sorpresas de las que solo veían la punta del iceberg. En esa lluvia y tormenta de ideas, entre sorpresas y miedos, se fueron yendo las horas de la tarde, solo interrumpidos por las jornadas de amamantar el niño, quien ya pasaba del año, pegado a los senos de la madre.
Me gustaría saber qué pensaría Ignacio de todo esto. ¡Él es tan inteligente !, dijo Rosa suspirando.
Ignacio no se ha dejado ver en el pueblo desde que lo echaron del Hospital el día que parió Andrea. – afirmo categóricamente Jacinta – Nadie sabe dónde está o si se fue de aca.
¡Otro misterio más entonces!, sentenció Rosa.
La conversación se vio abruptamente interrumpida porque el niño comenzó a llorar y no era de hambre porque había pasado una buena parte de la tarde pegado a los senos de su madre. El licenciado se acercaba. Se comenzó a escuchar el ruido de las camionetas alrededor. La gente está llegando abajo. De pronto se abrió la puerta y el niño lloró más duro.
Que buena visita. ¡Feliz tarde para todas!, dijo el licenciado con tono cínico.
Si buenas tardes, ya nos íbamos. Se nos hizo tarde. – titubearon las dos mujeres
Hasta mañana, mija, hasta mañana.
Luis Enrique Homes
2 Comentarios
Maria
El dínero mal habido y sus misteriosos caminos
Maria
El dineri