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EL JUMENTO DEL COMPADRE PEDRO de Giovanni Boccaccio (1313-1375)

Giovanni Boccaccio (1313-1375)

”Cuando pienso, graciosísimas señoras, cuán natural os es, a todas la piedad, reconozco que este libro os parecerá grave y triste en sus comienzos, tanto como el doloroso recuerdo de la pasada y mortífera Peste, tan deplorable y dañosa a quien la vivió, puesto que con aquella calamidad doy principio a mí obra.
No quisiera que la lectura de estas páginas os asustase o hiciera pensar que siempre habréis de leer este libro con lágrimas y suspiros, por el contrario, el horrible comienzo debe ser para vosotras como es para el caminante una montaña desierta y áspera a cuyo pie se halla un deleitoso llano que tanto más apacible parece cuanto más fatigoso ha sido el camino.
Verdad es que el dolor sucede a las alegrías con frecuencia, pero no lo es menos que todas las tristezas se olvidan a la hora del júbilo. A tan breve penalidad -y la llamo breve porque se expresa en pocas letras – siguen inmediatamente la dulzura y el placer que os prometí hace poco y que nadie esperaría de esta lastimera introducción si antes no os lo anunciara. Y os aseguro que si hubiese podido llevaros por otro camino diverso de este ingrato sendero, lo hiciera de mil amores, mas era imposible conocer la causa de que sucedieran las cosas que leeréis en este libro sin recordar antes las desdichas de la Peste, creo que es forzoso que lo haga”

Giovanni Boccaccio (1313-1375)

EL JUMENTO DEL COMPADRE PEDRO

Había el año pasado, en Barletta, un sacerdote, llamado micer Juan de Barolo, cuyo beneficio no le bastaba
para vivir; así que iba de un lado para otro, en las ferias de la Pulla, con un jumento cargado de mercaderías para
venderlas. Recorriendo la comarca habíase encontrado con un tal Pedro, del pueblo de los Tres Santos, que en otro asno
hacía el mismo oficio que Barolo. Según costumbre del país, éste no le nombraba de otra suerte que por el compadre
Pedro, debido a la familiaridad que los unía. Cada vez que llegaba a Barletta, se lo llevaba consigo y alojaba y regalaba
lo mejor que podía. Estas atenciones eran recíprocas, pues el compadre Pedro, que sólo poseía en Tres Santos una casita
suficiente apenas para alojar a su burro, a su mujer, joven y linda, y a él, alojaba también a micer Juan cuando le
honraba con su presencia. No obstante, al llegar la hora de acostarse, el compadre Pedro no podía satisfacer su buena
voluntad, puesto que no poseía más que una cama, que compartía con su mujer; preciso era, pues, que micer Juan se acostase sobre un montón de paja, al lado de su jumento, que hacía compañía al asno, en un pesebre harto mezquino.

Cuentos del Decamerón

La señora Juanita, que no ignoraba el buen trato que recibía su marido en Barletta por parte del cura, había propuesto varias
veces que iría a dormir con una de sus vecinas, llamada Zita Carapresa, dejando que ocupara su sitio el bueno del
sacerdote; pero éste se negaba siempre a consentir tal arreglo. Un día, entre otros, para pretextar su negativa:
—Comadre Juana —le dijo—, no os molestéis por mí, pues no soy tan digno de lástima como creéis. El jumento que poseo, lo cambio, cuando me place, en una linda muchacha, devolviéndole después su primitiva forma;
creed, pues, que no puedo ni quiero perderlo de vista.
Juanita, que era muy sencillota, creyó semejante prodigio, y lo participó a su marido.
—Si el cura —le dijo— es tan amigo tuyo como aparenta, ¿por qué no te inicia en su secreto? Tú podrías
convertirme en jumento, y con nuestro asno y yo, tus asuntos irían mejor, pues ganaríamos el doble.
El compadre Pedro, que no pecaba de ladino, cayó también en el garlito, y, siguiendo el consejo de su mujer,
sin pérdida de momento instó a micer Juan para que le participara su secreto. Este hizo lo posible al objeto de disuadirle
de su idea, mas no pudiendo lograrlo:
—Supuesto que lo queréis a toda costa —díjoles—, mañana nos levantaremos, según costumbre, al despuntar
el alba, y os iniciaré en mi ciencia.
Ya comprenderá el lector o lectora que la esperanza y la impaciencia no dejaron cerrar los ojos durante una
buena parte de la noche al compadre Pedro y a la comadre Juana. Apenas empezó a clarear, levántanse y llaman al cura.
—A nadie en el mundo —dijo éste— querría descubrir mi secreto; pero como me lo habéis exigido vosotros, a
quienes no puedo rehusar nada, voy a hacerlo. No obstante, si queréis instruiros como conviene, observad atentamente
lo que voy a prescribiros.
Prometiéronselo así los dos aldeanos, y micer Juan toma una vela y se la entrega al compadre Pedro,
diciéndole:
—Ve bien todo lo que hiciere y recuerda con fidelidad las palabras que pronunciare; mas, sobre todo, amigo
mío, guárdate de decir nada, haga yo lo que quiera: una sílaba dicha por ti, lo echaría todo a perder, y no podríamos
volver a empezar. Ruega encarecidamente que pueda atar bien la cola, pues es lo más difícil del negocio.

Cuentos del Decamerón

El compadre Pedro toma la vela y jura cumplir en todas sus partes las órdenes del mágico.
Entonces, micer Juan hace despojar a Juanita de todas sus ropas, sin exceptuar ni una sola, y la manda guardar
con manos y pies la misma postura que los jumentos; después, tocándole el rostro y la cabeza: “Que esto, dice, se
convierta en una hermosa cabeza de jumento”. Luego hace lo mismo con los cabellos: “Que esto sea una hermosa crin
de asno”. Poniendo sus manos en el pecho de la mujer, donde tomó dos globos elásticos y fuertes, cuyo tanteo no tardó
en hacer efecto en una de las partes secretas de micer Juan: “Que esto, continuó, sea un precioso pecho de jumento”. Y
lo mismo hizo con el vientre, caderas, piernas y brazos. Sólo faltaba que formar la cola, o, más bien, colocarla. El cura
se instala frente de las posaderas de Juanita, y, mientras apoya una de sus manos sobre la grupa, empuña con la otra el
instrumento con el que se fabrica a los hombres, y lo introduce en su vaina natural; empero, apenas lo ha metido dentro,
cuando Pedro, que hasta aquel momento lo había observado todo atentamente, sin proferir una palabra, no encontrando
esta operación de su agrado exclama:
—Alto ahí, micer Juan; nada de cola, nada de cola; ¿no veis que la ponéis muy abajo?
El cura no soltaba su presa; así fue que el marido corre a estirarle la sotana.
—¡Malhaya el badulaque! —dijo micer Juan, muy enfadado, pues no había acabado a gusto su trabajo—. ¿No
te había recomendado el más profundo silencio, vieras lo que vieras? La metamorfosis iba a operarse al momento; pero
tu maldita charla lo ha echado todo a perder, y lo peor es que no puedo empezar de nuevo.

Cuentos del Decamerón

Es verdad —repuso Pedro— que no me agrada semejante cola; además, la colocabais muy abajo. Dado caso de
que fuese de absoluta necesidad, ¿por qué no me llamabais a mí para colocarla?
La joven, que había cobrado afición a esta última parte de la ceremonia:
—¡Qué bestia eres! —dijo al tonto de su marido—. ¿Por qué has echado a perder tus asuntos y los míos? ¿Has
visto nunca un asno sin cola? Toda la vida serás un badulaque; un instante más y todo queda terminado. No culpes a
nadie más que a ti mismo, si no salimos de pobres.
Como la indiscreción de Pedro quitaba toda posibilidad de hacer un jumento de una mujer, Juanita se vistió, el
compadre Pedro trató de proseguir su trabajo con un solo asno, no queriendo acompañar a micer Juan a la feria de
Bitonto y guardándose muy bien, en lo sucesivo, de pedirle otro jumento.

Giovanni Boccaccio (1313-1375)

EL DECAMERÓN