En «El Rosendal» (apenas un cuento). Por Enmanuel
En «El Rosendal» (apenas un cuento)
Corrían discretos los días de Agosto. Dabajuro era un llano seco y de vientos inconstantes. El olor a a flor de abrojo iba y venía, según quisiera el viento. Uno que otro transeúnte, con pasos cortos y desganados, transitaba la calle polvorienta y solitaria frente al Rosendal.
Antonio Ramírez, con su mirada perdida hacia el sur, oteaba momentos de su existencia de niño, que ya casi eran arrebatados por su desmemoria. Maximiliana, sentada en el corredor, terminaba de fumarse el chicote de tabaco “Flor de Camaguey”, que había tirado el viejo Antonio aún sin quemarse del todo. Calixto seguía su afán cotidiano de traer agua de la casimba de la viejita Severina, dejando un reguerín de agua como constancia de su arduo trabajo.
Eran las tres de la tarde en un pueblo solitario pero lleno de historias cotidianas:
- ¡Josefa! ¡Josefa!
- ¿Qué quieres Rogerio? – contestó Josefa desde el patio central, sentada debajo de la deshojada mata de Yabo, mientras apretaba entre el índice y el pulgar de la mano derecha, la última cuenta de Ave Marías que le había precisado al rosario.
- Dile a Maximiliana que vaya donde Gabriel Muyale y me traiga media botella de cocuy, pero del que destila Sótero y que me lo anote en la libreta.
- Tá bien tá bien, ya le digo.
EL octavo mes se enseñoreaba en aquel pueblo del oeste falconiano, lejano de aquellos días en que fué solo un oratorio y paso obligado de recuas. Nombre de fonética caquetía, cuyo real significado se perdió en la efímera memoria del barro, impregnación telúrica de sus antepasados.
Enmanuel