LA CIUDAD QUE SOMOS. Olimpio Galicia Gómez

LA CIUDAD QUE SOMOS
En una ciudad como ésta, que se habita desde cualquiera de sus márgenes, hasta sentirla en los pasos que resuenan sus quejas por la soleada calle, se pueden encontrar en ella imágenes secretas que sólo habrán de mostrarse al término de una ahincada fidelidad con sus aromas, con sus vientos, con la mirada viviente que atraviesa la tarde empedrada y cuando llegue el momento de entender que no la hemos vivido por vivirla, que no la hemos caminado por rutina, porque, de cualquier manera, somos una burbuja en su incontable sistema de vasos comunicantes, porque, de una u otra forma, somos sangre que se vierte desde su corazón.
Es la ciudad que asoma su condición desde la raigambre de su identidad para que seamos incondicionales a la sonrisa y, muchas veces, al llanto de los que la enmarcamos en paisajes humanos. Es facil encontrar aquí mensajes que le brotan de las ventanas abiertas y de la blancura caliza de sus muros, diciendo a los oídos ajenos que desde adentro le late un canto y una musicalidad que permanece empujando sus tormentas, vibrando desde su subterráneo caudal hasta la superficie de bosques y cielos, en una eufonía ancestral que no tiene data ni registro.
Hay ciudades como la que nos habita, con su simetría entre cielo y barro, su estructura de arena y brisa salina, su encanto de magia y sol, su lengua de Sierra y mar, su pecho de prolongados veranos, que nos invitan permanentemente a desearnos en el amor y a perdurar en sus dudas. Son ciudades donde la historia ha sido escrita con errores de precisión y de maltrechos entendidos, pero en secretas gavetas permanecen las notas fidedignas de la verdad que se escribieron a la sombra de los caminos a punta de sed y lágrimas secas.
Es ésta, la ciudad nuestra, alumbrando el horizonte de la conciencia de unos y otros, como un candelabro añejo, como un tizón en la cola del último volantín nocturno de Abril, para que el tiempo acumulado, sin importar desde cuándo y hasta cuándo, nos identifique como hermanos del camino y lo transitemos para descubrirle sus misterios y sus puntos de fuga, porque ella requiere que bauticemos sus sombras y su remota edad desde sus caserones coloniales hasta la humildad que traza sus poligonales en las riberas olvidadas y tristes.
Es la ciudad, la que inventan los poetas, en un trasnocho milenario cantada a pulmón y bañada de fermentos, pintada en un paisaje que no cabe en el lienzo de los crepúsculos, vibrante y serena al compás rítmico de los corazones cuando sus latidos dejan escapar una sinfonía originaria y perpetua.
Desde su propia sonoridad el tiempo recoge sus huellas y se agita en su pecho con tambores retumbando desde el África hasta el último rincón de la noche, con la música que nació de sus entrañas, con la que llegó atravesando océanos, con la que trae el viento desde la Sierra y la playa cercana.
Aquí estamos en una ciudad cimentada en la música, amparada en los acordes de los instrumentos, hecha a imágen y semejanza de los ritmos y cadencias que impone la música, consolidada en las coordenadas que describen la ubicación de la melodía ancestral que resuena entre duna y duna del medanal.
Es la ciudad nuestra, la que parió música, la que cobijó a la música, la que dio alas a la música, la que define su horizonte en la modulación del canto de los Chuchubes, la que canta desde la alegría, la que sigue cantando en la tristeza, la que canta porque sabe que en el canto y en la música está contenida su integridad y su fortaleza para el disfrute de la vida perdurable.
Olimpio Galicia Gómez