MONTARAZ. Olimpio Galicia Gómez
MONTARAZ
Quienes tuvimos la hermosa oportunidad de haber vivido en el campo, sea cual sea el estado venezolano, y que después, por cualquier razón, emigramos a la ciudad, podemos decir que tenemos una ventaja adicional cuando se compara la situación con el que nació y creció en la ciudad.
Particularmente, la experiencia de mis primeros doce años de vida, en una vivienda ubicada en pleno monte y con una vista espléndida al Cerro de Santa Ana, en la península de Paraguaná, en donde compartí con mis padres, abuelos y hermanos, un espacioso ambiente con una huerta atravesada por una quebrada que en los inviernos crecía con un caudal turbulento, pero que después la corriente amainaba y nos permitía unos chapuzones únicos e inolvidables. Allí había el respectivo corral de chivos, otro para los marranos y un patio con gallinas, pavos, palomas caseras, perros, gatos y un periquito que silbaba y trataba de imitar el ladrido de los perros.
En este hábitat campesino había costumbres muy arraigadas, transmitidas de generación a generación, que se han ido perdiendo para dar paso a nuevas situaciones copiadas o impuestas por los que propician la desvalorización de nuestra cultura original.
Funcionaba el trueque, como una actividad normal de intercambio «comercial», así, mi madre me mandaba a la bodega de Domingo a comprar dos latas de sardinas que tenían el precio de un real cada una, es decir cero cincuenta bolívares. Para el pago llevaba cinco huevos de gallina equivalentes a un bolívar. Y así se realizaban muchos intercambios sin depender tanto del dinero en efectivo.
En nuestra comunidad, cuando alguien era afectado por un dolor de muelas y concluía que la única forma de alivio de aquella terrible situación era la extracción, acudía a que el Señor Juan Bueno, cuyo apellido era Gómez, pero su segundo nombre fue Buenaventura, así que por ello la gente se quedó con la abreviatura. Juan Bueno, presto y servicial, revisaba la parte afectada del paciente y al ver las condiciones favorables, buscaba en su caja de herramientas de carpintero, un alicate, el cual tenía la particularidad que sus tenazas se adaptaban a la práctica odontológica. Con el cuidado y la prevención necesaria, sostenía firme al paciente y de un envión extraía aquella ingrata pieza. Nunca se supo de alguien que hubiera tenido consecuencias lamentables después de esta operación.
Había también otro señor, que, lamentablemente, mis neuronas no ubican su nombre, especialista en arreglar tobillos y rótulas desviadas, esguinces, torceduras o cualquier daño en huesos y músculos, el cual, con un procedimiento riguroso de sobado, iba, poco a poco, llevando el hueso o musculo a su lugar de origen, lo que constituía una tortura que rebasaba cualquier límite del dolor, pero que después de cierto tiempo, ya se podía contar con la extremidad en estado saludable.
En cada casa se dejaba que las arañas tejieran su red en los interiores del techo, particularmente en las cocinas, allí, con el polvo y el humo del fogón adquirían un color negro oscuro y se veían como bambalinas de luto. Cuando alguien se propinaba una herida, la forma de evitar hemorragias era cubriendo la extensión de dicha herida con esa tela de araña. Es inexplicable cómo ese método de curación no causaba ninguna infección, pero sí, al poco tiempo la herida cicatrizaba sin mayores consecuencias.
Yo que soy un maniático de la limpieza, ¿será por mi nombre?, no soporto ver una araña tejiendo en el techo de mi casa, de inmediato le aplico la escoba y adiós tela.
Olimpio Galicia Gómez