VOLANDO. Por Olimpio Galicia Gómez
VOLANDO
Todo comenzó cuando en mi pueblo llegaba la lluvia y crecía la quebrada que vivía en la huerta de mi casa y se formaban charcos en los caminos y la gente se quitaba los zapatos para no mojarlos y gozosos metían sus pies en el agua. Yo no mojaba mis alpargatas porque aprendí a saltar charcos en una forma tan particular que más nadie podía igualarme. Eran como los saltos de Yulimar Rojas. Saltaba y me quedaba levitando por largo rato, de tal manera que, aplicando esta técnica, podía pasar de un lado al otro de la quebrada, volaba de orilla a orilla de la laguna que nosotros llamamos comunidad.
Mis saltos ya no eran tales, se convirtieron en vuelo.
Cuando mi mamá me mandaba a la bodega de Domingo a comprar sardinas para el almuerzo, agarraba mi rin de bicicleta con su respectiva varilla metálica doblada, como timón, salíamos volando, el rin y yo, al punto que mi madre se sorprendía porque había regresado muy rápido. Yo le decía: «es que fui volando, mama». Ella contenta me felicitaba diciendo: «así es que me gusta, que haga las cosas volando cuando yo le ordene».
Después, los vuelos ya no eran cortos, pues mi Maestra Elbia, le decía a mi abuela Julia que yo siempre andaba en las nubes y a veces parecía que estaba en la luna, imagínense, aún no conocía al Principito ni sabía que Juan Salvador Gaviota volaba con el pensamiento hasta el otro lado de los sueños.
Yo quería enseñar a volar a Dilia, mi hermanita menor, pero ella vivía atendiendo a sus muñecas lloronas, ya ella sabía que debía entrenarse para ser madre porque estaba segura que iba a tener muchos hijos y bastantes nietos, así que mis intenciones de andar volando agarrado de su mano se frustraron.
El que sí entendió de mis andanzas en los aires fue mi abuelo Poche, quien llegó un día a mi casa y le contó a mi madre que se había encontrado conmigo en el camino y le pasé volando por un lado manejando un rin de bicicleta. Por su condición de abuelo, él entendía, más que cualquiera, cuando un niño es capaz de alzar vuelo y elevarse como los volantines de semana santa.
Mis vuelos eran cada vez más seguidos, y llegaba muy lejos en cada travesía; claro, la gente de mi pueblo y mucho menos la de mi casa nunca se dieron cuenta de mi ausencia, porque, antes que lo notarán yo regresaba y todo quedaba en la más completa normalidad.
Ahora, mucho tiempo después, puedo comprobar que volar es muy complejo, se necesita llenar la imaginación de fantasía, tener siete años y un rin de bicicleta con una varilla de metal doblada a manera de timón.
Olimpio Galicia Gómez
2 Comentarios
Belkys Rivera Africano
Que preciosidad de historia…
Evoqué mis años de infancia y adolescencia..
Gracias Olimpio!!!!
Pedro Duarte
Que altura en la redacción de este relato, que de una u otra forma todos llegamos a vivir. Felicidad pura en cosas sencillas