Opinión

El orden mundial desde la Gran Guerra a la post-Guerra Fría. De la Liga de las Naciones al «momento unipolar». De la crisis financiera del 2008 al Covid-19. (1era parte). Por Milguel Alberto Zurita Sánchez

Guerra Fría

Con el pasar del tiempo y con él las diferentes situaciones por las cuales el mundo se ha convulsionado, se han manifestado cualquier cantidad de teorías; entre gente de pensamiento de izquierda, de derecha o centro, calificada y cualificada en política, geopolítica, derecho internacional y ciencias económicas, otros políticos de pacotilla, politiqueros de oficio o charlatanes que por “saber” leer y escribir, creen que tienen todas las condiciones dadas y necesarias, para esgrimir y argumentarlas, entre esas teorías han surgido las que tienen que ver con la formación y aplicación de lo que llaman “Orden Mundial” y “Nuevo Orden Mundial”.
Justamente en estos tiempos, este tema ha vuelto a ser punto de enfoque y atención, a propósito de la pandemia por Covid-19, razón por la cual he estado hurgando sobre el tema, hasta lograr compilar ciertas informaciones, que he querido compartir con nuestros apreciados lecto-visitantes, en este artículo; como es parte de la historia se hace algo extenso, por lo que decidí presentarlo en dos entregas, espero sea tan de su agrado como de utilidad para todaos.

Como la historia ha mostrado, es alrededor del fin de las grandes conflagraciones bélicas cuando un nuevo orden geopolítico es discutido, negociado y finalmente pactado por las potencias vencedoras sobre la base de la cuota de poder que cada una haya logrado y en línea con sus respectivos intereses económicos y estratégicos. Más específicamente, son los líderes de esas potencias quienes definen los términos del pacto y los contornos del nuevo orden.
Cuando el fin de la Primera Guerra Mundial estaba cerca, el presidente estadounidense Woodrow Wilson formuló sus famosos «catorce puntos» loa cuales presentó públicamente, en un discurso ante el congreso de su país en enero de 1918. Estos puntos, epitomizaban o resumían, el internacionalismo liberal en boga en esos años, habrían de convertirse luego en las principales directrices del Tratado de Versalles y posteriormente en los principios medulares de la Liga de las Naciones, la organización que fue creada para implementar y vigilar la aplicación de dicho tratado.
De igual forma, cuando la victoria de los aliados era inminente en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, los líderes de Estados Unidos de América (EUA), la Unión Soviética y Gran Bretaña se reunieron en Yalta, Crimea, en febrero de 1945 para discutir el fin de la Guerra del Pacífico y definir los contornos del orden geopolítico que habría de regir en la postguerra. La verdad, sin embargo, es que las negociaciones fueron realizadas de conformidad con los principios que Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill habían establecido cuatro años antes y plasmado en la Carta Atlántica, en la que ambos estadistas resumieron su visión de dicho orden. Ellos mismos fueron, además, quienes en 1944 acordaron crear una nueva institución basada en esos principios, que sirviera como su ancla, la cual cobró forma años después bajo la denominación de Organización de las Naciones Unidas (ONU).
De la misma manera, poco antes de que la Guerra del Golfo irrumpiera en la historia, Mikhail Gorbachov y George H. W. Bush hicieron sendos llamados a crear un nuevo orden mundial, que reemplazara el esquema bipolar que había regido por casi medio siglo, tiempo que duró la Guerra Fría. Gorbachov delineó su propuesta en un discurso pronunciado en diciembre de 1988 ante la Asamblea General de la ONU, en el cual trazó los contornos del nuevo orden y los principios sobre los que éste se debía construir. Bush hizo lo propio en su discurso «Hacia un nuevo orden mundial» pronunciado ante el congreso estadounidense en septiembre de 1990, en el que también habló de cooperación soviético-americana, la incorporación de la URSS a las instituciones económicas internacionales y el fin de la confrontación ideológica. De esa manera, ambos estadistas moldearon la forma en que el mundo habría de organizarse y de funcionar en la última década del siglo XX.
A raíz de los acontecimientos ocurridos en el Otoño de las Naciones, los cuales culminaron con la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, así como del subsecuente colapso de la Unión Soviética, acaecido en diciembre de 1991, a la denominada Guerra Fría, que había comenzado en 1947 con la violación de los acuerdos de Yalta, por parte de la Unión Soviética, le tocó a su fin. Un nuevo orden mundial nació como consecuencia, al cual intelectuales y diplomáticos estadounidenses conservadores se apresuraron a calificar como el «momento unipolar». A pesar del enorme poderío militar y económico de Estados Unidos, ese momento resultó ser por demás efímero; lo que en realidad vino a tomar forma fue un singular arreglo geopolítico en el que, si bien la superpotencia vencedora en la Guerra Fría quedó como el hegemón indisputado, éste pronto tuvo qué compartir la hegemonía y la iniciativa militar con otras potencias. Esta circunstancia inédita quedó de manifiesto cuando el gobierno de George H. W. Bush decidió emprender la Guerra del Golfo en el verano de 1990.
En general, lo más significativo de ese episodio, es que mostró que un orden geopolítico con todo y el entramado de normas, convenciones e instituciones en el que se sustenta, puede ser desmantelado no sólo por una conflagración de alcance mundial sino también por movimientos sociales y políticos incubados al interior de algunos de sus países protagónicos. En el caso del de la Guerra Fría, esos movimientos se gestaron en una de las dos potencias que definieron su estructura bipolar y en los países que estuvieron dentro de su esfera de poder. Esto implica que el deterioro de las condiciones de vida y la falta de libertades políticas, que fueron el fermento de dichos movimientos, constituyeron los factores que en última instancia precipitaron el colapso de ese orden.

Liga de Naciones
ONU
Revolución Terciopelo
Caída del Muro

El «desorden» de la post-Guerra Fría


Desde un punto de vista ideológico, el fin de la Guerra Fría marcó el triunfo del capitalismo, la entronización de la democracia occidental y la derrota del socialismo real. En ausencia de una alternativa viable, la democracia occidental fue así proclamada como la norma universal de organización y convivencia política, y el mercado como el mecanismo indisputado de agregación social y el principio supremo de coordinación productiva en países de todas las latitudes. Una euforia generalizada invadió todo el mundo como consecuencia, junto con la firme creencia de que los triunfos simultáneos del capitalismo y la democracia eran acontecimientos inextricablemente ligados entre sí. La expresión culminante de esas emociones fue la interpretación, por parte de Francis Fukuyama (1989), de que ese doble triunfo era una indicación inequívoca, de que la humanidad había llegado al clímax de su evolución social y de que por lo tanto la historia había llegado a su fin.
Sin embargo, como se sabe, ese triunfalismo desbordado, especialmente la proclamación de Fukuyama, fueron desnudados, en los años subsiguientes, por un torrente de críticas de académicos e intelectuales de diversas extracciones (p.e.: Gunder Frank, 1993; Ravenhill, 1993; Cowling y Sugden, 1994; Huntington, 1993, 1998). Tipificando esas reacciones, Gunder Frank puntualizó que:
Entre las posiciones político-ideológicas no confirmadas por la realidad está la […] de Francis Fukuyama […] El curso de la historia, el cual es propulsado por fuerzas económicas, muestra que ni la historia, ni sus o nuestras ideas de la historia – incluso de la democracia- han terminado.
Desde una perspectiva geopolítica, el fin de la Guerra Fría trajo consigo, no sólo el término de la confrontación entre las superpotencias, sino también el reordenamiento del mapa mundial que había prevalecido desde 1945, la proliferación de nuevos Estados-nación (Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Moldavia, Ucrania, Georgia, Armenia, Azeribayán, Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Turkmenistán y Tayikistán) y la aparición de nuevos poderes hegemónicos regionales como Alemania (en Europa) y Turquía (en el Cáucaso y Asia Central). Como consecuencia, el número de Estados (miembros de la ONU) se incrementó de 150 en 1979 a 180 en 1992 y nuevos «súper-Estados regionales» surgieron en Europa y Norteamérica (Nordenstreng, 1993: 461). La formación de estas entidades regionales bajo las égidas de la Unión Europea (UE) y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue vista como la respuesta de Occidente ante el vacío de poder que produjo el fin de la Guerra Fría y como una estrategia para facilitar la reestructuración de las economías capitalistas y apoyar los procesos de integración regional en esos continentes.
Se produjo así una situación paradójica al crearse un enorme potencial para una cooperación sin precedentes, al mismo tiempo que un fermento, sin paralelo, para la aparición de conflictos renovados entre las principales potencias. Esto generó una atmósfera de crisis y caos que fue calificada como el «desorden de la post-Guerra Fría».
Pero hubo otras visiones sobre esta nueva era. Una planteaba, que el orden mundial creado en la segunda mitad de los cuarenta perdura, más extenso y, en algunos aspectos, más robusto que durante la Guerra Fría. El fin de esta guerra, no fue tanto el fin de un orden mundial, sino el colapso del mundo comunista en el contexto de un orden occidental en expansión.
Otra fue en el sentido de, que lo que se instaló en los años noventa en el mundo fue un nuevo imperialismo, en la medida en que «todas las grandes potencias pagan por tener el poderío que es, y siempre ha sido, necesario para mantener un orden imperialista».
Una interpretación más reciente, desde una perspectiva latinoamericana, fue que al terminar la Guerra Fría, se consumó la declinación del sistema político internacional que se instauró en ese periodo y se inició el surgimiento de un sistema político internacional-global-regional, que fue de corte post-westfaliano en su primera fase (a partir de 1993) y se tornó «retro-westfaliano» a partir de 2001.
Por otro lado, uno de los factores que, se dice, influyeron más en la conformación del orden de la post-Guerra Fría, fueron las grandes civilizaciones que subsisten en el planeta. Esto se hizo evidente cuando los países se empezaron a agrupar en torno a aquellos que constituyen el núcleo de sus respectivas civilizaciones, y de que los principales agrupamientos ya no eran «los tres bloques de la Guerra Fría, sino las siete u ocho civilizaciones más grandes».
Lo que parece haber emergido en los noventa fue más bien «un extraño híbrido, un sistema uni-multipolar», como apuntó Huntington (1999). Este híbrido estaba constituido por una superpotencia con el poderío militar y financiero necesario para emprender cualquier iniciativa bélica que le viniera en gana, y varias potencias menores que alentaban «un movimiento internacional en favor de un mundo verdaderamente multipolar en el que ninguna nación dominara a otras».
En general, las características medulares del orden geopolítico de la post-Guerra Fría fueron: la ausencia de una potencia o grupo de potencias suficientemente fuertes para amenazar la seguridad nacional de la única superpotencia que quedó en pie – Estados Unidos -; la reafirmación de la supremacía militar de esta superpotencia; la tensión entre las fuerzas de integración y de fragmentación (nacionalismo, religión, desigualdades socioeconómicas y el conflicto entre la imagen de un mundo unipolar promovida por EUA y el movimiento internacional en pro de un mundo multipolar más igualitario.

De forma sencilla, el orden que surgió en los años noventa fue moldeado por un intrincado conjunto de factores, de diversa índole, que se combinaron en un proceso complejo que culminó con el fin de la Guerra Fría y provocó el derrumbe del orden bipolar que ésta engendró.

Paz Westfalia
Post Guerra fría
El Gran Badajo

Los shocks de la década-cero

En los primeros años de esa última década del siglo XX se alimentó la creencia de que el orden que tomaba forma entonces iba a propiciar una nueva era de paz duradera y de cooperación y prosperidad, sin precedentes, en el marco de leyes e instituciones internacionales eficientes, a la cabeza del cual estaría la ONU, todo bajo la protección del hegemón mundial indisputado: Estados Unidos. Sin embargo, las cosas no resultaron así.
Los ataques a las torres del Centro de Comercio Mundial de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 (9/11) conmocionaron a Estados Unidos y al mundo entero al romper de un tajo la relativa paz que había existido desde la Guerra del Golfo. Se trató de la primera agresión directa en la historia de ese país, perpetrada por una entidad extranjera en suelo estadounidense, la cual vino a ser el acto terrorista de mayor envergadura y repercusiones geopolíticas en el mundo contemporáneo.
No obstante, dichos ataques resultaron, por otro lado, de la mayor utilidad para George W. Bush en la medida en que la respuesta a los mismos vino a servirle como la divisa política central de su gobierno, con la cual pudo darle a éste el rumbo y la orientación, de los que había adolecido hasta entonces, haciendo para ello un replanteamiento radical de sus prioridades y objetivos estratégicos, en materia de política exterior. Más específicamente, los ataques terroristas constituyeron el punto de inflexión decisivo tanto para EUA como para la comunidad internacional en su conjunto. El 11 de septiembre no sólo alteró para siempre el paisaje urbano de la ciudad de Nueva York, sino que de hecho cambió radicalmente la naturaleza de las relaciones internacionales y la política exterior estadounidenses.
Como la historia lo registra, Bush usó poco después ese episodio como pretexto para adoptar e imponer en el mundo una visión conservadora e incluso bíblica de las relaciones internacionales y a partir de ella justificar la invasión de Irak en marzo de 2003, y el inicio de la segunda Guerra del Golfo en los meses subsiguientes. Con ello, la promesa de una paz duradera ofrecida por su padre una década antes, quedó sólo en un buen deseo.
Dado su carácter unilateral, la Guerra de Irak implicó un giro drástico en la política militar y geoestratégica de Estados Unidos en razón de que se emprendió, con sustento en el principio del ataque preventivo (preemptive strike), el cual fue invocado por Bush Jr. con el pretexto de una supuesta posesión de armas de destrucción masiva por parte del régimen de Saddam Hussein. De esa manera, su gobierno impuso en el mundo un crudo «globalismo unilateral», como fue calificado, similar al que su padre pretendió instaurar durante el «momento unipolar».
Paradójicamente, la Guerra de Irak mostró al mundo, que un rasgo básico del orden de la post-Guerra Fría, aún estaba vigente al iniciarse el siglo XXI. Se trata del hecho inédito de que la «superpotencia solitaria», tuvo que buscar la colaboración de otras potencias para compartir los objetivos y, sobre todo los costos de esa guerra, todo con la bendición y de hecho la complicidad de la comunidad internacional encarnada en la ONU.
Cinco años después del 9/11 otro suceso vino a alterar a su vez el orden de la post-Guerra Fría. La crisis hipotecaria que estalló en el verano de 2008 y provocó luego el colapso del sistema financiero de Estados Unidos, desembocó en la primera gran crisis económica global del siglo XXI, la cual vino a acentuar los cambios provocados en el paisaje geopolítico por los ataques del 9/11 y la Guerra de Irak. Al mismo tiempo, esta crisis aceleró el declive de Estados Unidos como garante del orden económico internacional, que fue consustancial a la «pax americana» instaurada después de la Segunda Guerra Mundial. Ese declive empezó a principios de los años noventa, cuando la «superpotencia solitaria» dejó de ser capaz de, y estar dispuesta a, sostener el orden multilateral de comercio que se construyó en la posguerra.
Todo lo anterior vino a mermar el liderazgo económico de Estados Unidos en el mundo, al igual que lo hicieron recesiones anteriores. Una fue la que se produjo después de que Richard Nixon abolió en 1971 el patrón oro, instituido después de la Segunda Guerra Mundial; otra fue la que se produjo tras la crisis mundial del petróleo que estalló en 1973. En el caso de la crisis del año 2008, el debilitamiento fue tan serio que Jeffrey Garten, quien fuera subsecretario de Comercio Internacional con el presidente Clinton y decano de la Escuela de Administración de Negocios de Yale, planteó que la conformación de un nuevo orden económico internacional anclado en nada menos que un banco central a escala mundial, se había tornado imperativa.
Por todo esto, la crisis de 2008 tuvo un fuerte impacto en sentido geopolítico, ya que vino a erosionar, más aún, la posición hegemónica de Estados Unidos y con ello la estabilidad internacional que se había logrado tras el fin de la Guerra Fría. De hecho, incluso afectó las tendencias globales dominantes, al grado que ha sido calificada como «un síntoma de la globalización que se tornó inmanejable», y a la globalización como una «víctima» de la crisis”.
Al mismo tiempo, empero, esta crisis ha fortalecido tanto a la globalización como al nacionalismo. La globalización es instigada por las naciones más ricas como un instrumento para construir un orden global en el que puedan preservar su posición privilegiada. En cambio, el nacionalismo es una fuerza alimentada por las potencias emergentes, principalmente China y la India, las cuales nunca se han sentido parte del orden multilateral diseñado por Occidente y por lo tanto son reticentes a ver su soberanía mermada bajo dicho orden. ¿Será esto lo que justifica, políticamente, la incursión de Venezuela, en el mundo antiglobalización? ¿Y, de allí su obligado empobrecimiento, para dejar de ser uno de los países más ricos del mundo?
El caso es que el ascenso de China, la India y otras potencias como Rusia, Brasil e Indonesia – el llamado grupo BRIO – se convirtió en el otro gran factor, que vino a alterar el esquema geopolítico de la post-Guerra Fría al modificar la correlación de fuerzas en el plano económico y geopolítico y por lo tanto la distribución internacional de poder. Esto ocurre en razón de que Asia ascendió rápidamente, con su creciente poder económico traduciéndose en poderío político y militar, por lo que el desplazamiento del poder de Occidente a Oriente se aceleró y tan pronta como dramáticamente, cambió el contexto en el que se tendrán que enfrentar los desafíos tanto internos como externos.
En suma, lo que dejan en claro los cambios referidos es que el movimiento en pro de un orden más equilibrado, terminó imponiéndose sobre la pretensión estadounidense de establecer un esquema unipolar de poder en el mundo. Y es que la multipolaridad siguió avanzando durante la década cero, a medida que nuevas potencias han surgido y más actores se han sumado a la escena mundial. En este sentido, la multipolaridad entraña realineamientos geopolíticos y estratégicos potencialmente bruscos y riesgosos, caracterizados por una fuerte competencia por recursos y una panoplia de problemas comunes para los que no hay visos de solución. De este caldero saldrá la nueva balanza de poder del siglo XXI.
Por lo tanto, puede concluirse que los acontecimientos acaecidos a partir del 11 de septiembre de 2001 han modificado el orden que se instauró en los noventa, dando lugar a una variante de éste que ostenta rasgos propios y constituye el orden que priva en el mundo a principios de la segunda década del siglo XXI.
Se trata pues de un caso más en el que el tránsito de un orden a otro, es propulsado no por una conflagración a gran escala, sino por acontecimientos más puntuales y de otra índole. Como se señaló anteriormente, el orden bipolar de la Guerra Fría se derrumbó como consecuencia de movimientos sociales y políticos que se incubaron al interior de algunos de los países que lo protagonizaron; el que lo sucedió en los años noventa se trastocó en la década siguiente a raíz de acontecimientos más puntuales pero con repercusiones geopolíticas globales, como los ataques terroristas del 9/11, el surgimiento de otras potencias en Asia y una crisis económica mundial que se gestó en la principal potencia.
Lo que muestran esos episodios es que la naturaleza de los factores que conducen al desmantelamiento de un orden mundial determinado ha cambiado en las últimas décadas. Es decir, dejan en claro que los grandes conflictos bélicos dejaron de ser el único factor capaz de producir resultados como ése. Movimientos como los que culminaron a finales de los años ochenta y acontecimientos como los registrados en la década cero, han resultado ser suficientes para provocar el fin de un orden y dar lugar así al surgimiento de otro nuevo, o cuando menos para modificarlo al grado de producir una variante del anterior. Esta realidad inédita aporta así nuevos elementos para comprender, en el plano intelectual, los soportes en los que descansan los esquemas geopolíticos en estos tiempos, así como los factores que pueden alterarlos o bien desmantelarlos.

Coalición 1990
Tormenta del Desierto
11 Sep 2001
Invasión Irak 2003

El orden mundial hoy

Una vez que se ha identificado la conformación de una variante, del orden de la post-Guerra Fría, engendrada por los shocks de la década cero, surge la interrogante en cuanto a cuáles son los que la definen. Las visiones y posturas en este respecto son diversas y contrastantes.
Por un lado, el orden vigente es concebido como «el siglo XIX restaurado» en virtud de que un gran cisma está dividiendo al mundo en dos grupos, uno de regímenes democráticos (los países más ricos del mundo) y otro de regímenes autocráticos (China y la India), es decir, «el club de autócratas y el eje de la democracia». Ojo, sin dejar de observar, como van a moverse las relaciones, entre India y China, a sabiendas de sus grandes diferencias político-culturales y religiosas, por una parte, demográficamente, por otra, etc,etc.
Por otro, se argumenta que el mundo actual está dividido en tres campos formados alrededor de tres grandes imperios —China, la UE y EUA—, los cuales tratan de moldear el mundo de acuerdo con sus intereses. Haciendo uso de su poderío imperial, se dice que esos campos compiten entre sí para atraer a sus órbitas a los países de lo que se llamó el Segundo Mundo. En ese contexto, la UE surge como «el imperio más popular y exitoso de la historia, pues no domina sino más bien disciplina».
En los hechos, el mundo post-9/11 funciona en virtud de la agencia, en gran medida descoordinada, de un complejo ensamblaje de actores estatales y no estatales que se desenvuelven en varios niveles.
El primer nivel está compuesto por una colección de instituciones internacionales encabezadas por el Consejo de Seguridad de la ONU, cuyos miembros son nada menos que las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, más China; las otras son agencias y organismos de la ONU, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización para la Alimentación y la Agricultura (OAA), y la Organización Mundial del Comercio (OMC).
En el segundo nivel se ubican las potencias económicas líderes, p. e.: Estados Unidos, Europa, Japón, China y la India, las cuales en conjunto dan cuenta de 54% de la población mundial y 70% del producto global bruto. El tercer nivel está integrado por las potencias económicas intermedias —Brasil, México, Sudáfrica, Arabia Saudita, Corea del Sur y Australia—. Finalmente, el cuarto nivel comprende una amplia y diversa población de corporaciones globales, organizaciones no gubernamentales (ONG), grupos terroristas, fondos soberanos de capital y otros actores no estatales.
En línea con ese esquema, Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos, sostiene que el mundo actual ya no es unipolar ni multipolar sino no-polar, ya que es «dominado no por uno o dos o incluso un buen número de Estados, sino por docenas de actores que poseen y ejercen varios tipos de poder», muchos de los cuales no son Estados-nación. En este contexto los Estados-nación han perdido su monopolio sobre el poder y, hasta cierto punto su preeminencia, en virtud de que un enjambre de instituciones regionales y globales, organizaciones de la sociedad civil, milicias, ONG y corporaciones globales, desafían cotidianamente a los gobiernos nacionales.
El mundo no-polar ha tomado forma, según Haass, no sólo como consecuencia del surgimiento de otros actores o del fracaso de las políticas de Estados Unidos, sino más bien como un producto inevitable de la globalización. Ésta induce la no-polaridad incrementando los flujos y las transacciones transnacionales que tienen lugar en el mundo sin el conocimiento y/o el control de los gobiernos nacionales y fortaleciendo las capacidades de los actores no-estatales. Como consecuencia, el orden vigente se está convirtiendo en un desorden no-polar en razón de que «Con tantos actores que poseen considerable poder y tratan de reafirmar su influencia, es más difícil armar respuestas colectivas y hacer que las instituciones funcionen».
El orden actual ha sido también calificado como «neo-polar», en el sentido de que si bien Estados Unidos sigue siendo la superpotencia indisputada, «ningún país por sí solo puede hoy controlar al mundo». Más aún, se habla de que está surgiendo un mundo «apolar» de «sistemas traslapados» y «poderes relativos» a raíz del «cambio tectónico en el balance global de poder» que está ocurriendo actualmente.
Por último, dada la amplia diversidad de actores que pueblan el mundo hoy en día, el paisaje geopolítico actual es calificado como neo-medieval, dado su creciente semejanza con el que se configuró en la Europa de la Edad Media. En aquel contexto los reinos, feudos y señoríos, coexistían con otras entidades políticas y autoridades como el Sacro Imperio Romano-Germánico, el Papado, ciudades-Estado, principados, ciudades imperiales y autoridades eclesiásticas locales.
En suma, lo que queda claro es que el esquema geopolítico actual se asienta sobre una comunidad de actores más diversa y plural que la que había bajo el llamado desorden de la post-Guerra Fría. Esta circunstancia lo hace aún más complejo, planteando así desafíos más grandes en cuanto a la posibilidad de lograr una gobernanza sólida y eficiente a escala global, lo cual pone cada vez más presión sobre las instituciones y organismos multilaterales que se han creado para cumplir esa función, principalmente la ONU.
En todo caso, y como toda formación geopolítica, el orden post-9/11 no es un esquema estático sino un arreglo dinámico. Por lo tanto, cabe preguntar ¿cómo puede evolucionar en el futuro cercano?, en particular, ¿qué formas puede adoptar en cuanto a su carácter, su estructura, su funcionamiento y su grado de polaridad?. Estas preguntas revisten relevancia tanto teórica como práctica y por lo tanto demandan respuestas que permitan avanzar en el conocimiento sobre esta área neurálgica de las Relaciones Internacionales.
Puja Gringo – Amarilla – Tres Imperios – Otras Organizaciones

(Espera la segunda parte …)

De un comics

¿Cerebro, qué vamos a hacer esta noche?
¡Lo mismo que hacemos todas las noches, Pinky, tratar de conquistar al mundo! Pinky & Cerebro

Me despido con una frase de Friedrich Ratzel, quien fue un geógrafo alemán, a quien generalmente se le considera como el padre de la geografía moderna (geografía política), influido por Darwin y por tesis deterministas del siglo xix, lo convierten en uno de los mayores exponentes de la geopolítica.

Miguel Alberto Zurita Sánchez. ¡No Más MGF´S! Coro 20 / 09 / 2.020.