¿Por qué nuestro cerebro a veces nos sabotea?. Por Margarita Rodríguez (Tomado de BBC News Mundo)
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El doctor Dean Burnett hace una advertencia en las primeras páginas de su libro:
«Si tienen ustedes la sensación de que el cerebro es un objeto misterioso e inefable, una especie de concepto ideal que bordea lo místico, un puente entre la experiencia humana y el reino de lo desconocido, etcétera, entonces, sintiéndolo mucho, les diré que este libro no les va a gustar».
Y es que el neurocientífico británico desmonta en «El cerebro idiota» cualquier imagen idealizada que tengamos de ese órgano y nos expone sus «imperfecciones».
«Puede que sea el lugar donde habita la conciencia y que sea asimismo el motor que impulsa toda la experiencia humana, pero, pese a tan venerables funciones, su desorden y su desorganización no conocen límites«.
Burnett enseñó psiquiatría en la Universidad de Cardiff, donde es investigador, escribió otros tres libros dedicados al cerebro y a la psicología y tiene un blog en el que aborda temas como la salud mental.
Su página web asoma que no es un científico tradicional. Su descripción incluye: «comediante y muchas otras cosas, según quién pregunte y qué necesite».
Le gusta comunicar ciencia y, por eso, cuestiona que los escritos científicos tengan un tono solemne.
«La ciencia se trata de orden, racionalidad, análisis, repeticiones, resultados, rigurosidad», le dice a BBC Mundo. «El humor es más sobre lo irreverente, lo caótico, lo ilógico, lo impredecible».
«Cuando estaba haciendo mi PhD, incursioné en la stand-up comedy y la gente me preguntaba: ‘¿Qué vas a escoger?'»
«El cerebro idiota» (traducido por Albino Santos Mosquera) es fruto de no querer renunciar a su misión de hacer compatible lo aparentemente incompatible.
«Dedicado a todos los seres humanos con cerebro. No es fácil aguantarlo, así que ¡les felicito!», escribió.
(La entrevista ha sido editada por razones de claridad y concisión y la intercalamos con extractos del libro)
¿Por qué dice que el cerebro es «víctima de su propio éxito»?
Tiene mucho que ver con el hecho de que hemos desarrollado estas habilidades mentales realmente poderosas para pensar racional y lógicamente, para tener un pensamiento abstracto, para llevar a cabo procesos complejos, que la mayoría de las especies no pueden hacer o, hasta lo que sabemos, ninguna puede.
Eso es genial, muy útil. Pero, las partes fundamentales del cerebro, de las que salieron estas áreas complejas (el neocórtex), todavía están ahí, hacen lo que siempre han hecho, lo que algunos llaman el cerebro reptiliano.
Eso no significa que tengamos cerebros de reptiles, lo que dan a entender es que compartimos la misma sustancia cerebral con los reptiles u otras especies primitivas.
En el mismo cerebro tenemos lo que es complejo y lo que es esencial y eso provoca que muchas de las cosas complicadas que hacemos, desencadenen reacciones primitivas que están en un nivel mucho más básico.
Normalmente sentiríamos miedo si nos enfrentamos a un depredador, como un tigre, o a peligros en la naturaleza, como un terremoto o un volcán. Es una reacción específica que busca protegernos.
Pero ahora, debido a que somos tan inteligentes y complejos, podemos experimentar la misma respuesta del miedo genuina por cosas que quizás nunca sucederán: me puedo preocupar si la economía va mal porque podría perder mi empleo o por la posibilidad de que mi pareja me abandone, aunque no tenga evidencia real de que eso va a pasar.
De hecho, es posible que nunca lo haga. Pero se desencadena la misma respuesta de miedo y eso nos causa estrés.
Ahora tenemos mucho más a que temer y eso tiene implicaciones negativas. Poseemos estas regiones cerebrales muy poderosas adheridas a las más simples, a las más directas, y eso causa mucha confusión. Por eso hay gente que está tan ansiosa.
Y es que hemos creado este entorno complejo para vivir y todavía tenemos partes simples del cerebro que no reaccionan bien ante él.
Imagina por un momento…
«Tener a alguien menos experimentado (pero de rango técnico superior) todo el rato encima, dando órdenes poco fundamentadas y haciendo preguntas estúpidas, solo sirve para dificultar las cosas. Pues bien, el neocórtex hace eso continuamente con el cerebro reptiliano (…)
El neocórtex es flexible y receptivo; el cerebro reptiliano es un animal de costumbres fijas y no es nada dado a cambiarlas. Todos hemos conocido a personas que piensan que saben más porque son mayores o porque llevan más años haciendo una misma cosa.
Trabajar con ellas puede ser una pesadilla, como intentar programar ordenadores junto a alguien que insiste en usar una máquina de escribir para tal menester porque ‘así es como se ha hecho toda la vida'».
A la luz del cerebro reptiliano y del neocórtex ¿por qué dice que el cerebro puede llegar a estropear las funciones más básicas del cuerpo?
Es otro ejemplo de cómo el cerebro es víctima de su propio éxito.
Nuestro cerebro superior sabe que la conciencia, el pensamiento, la lógica, la identidad del yo y todo eso a veces pueden anular o interferir en las funciones corporales más básicas de nuestros cuerpos.
Por ejemplo, tenemos que comer porque necesitamos energía, nutrientes.
Poseemos un sistema digestivo muy sofisticado que nos ayuda a asegurarnos de que tengamos la comida adecuada en el momento adecuado, nos estimula el apetito, nos reduce el hambre, todo eso es un proceso muy complejo que ha evolucionado durante millones de años.
Pero nuestro cerebro dice: «no, de hecho, quiero más y quiero comida chatarra, calorías, dulces» y puedo comerlos porque desautoriza al sistema digestivo.
Es un ejemplo de cómo el cerebro interviene y no toma la decisión correcta.
Es como un gerente que decide que se va a involucrar en cada proyecto de la empresa, aunque no sepa lo que está haciendo, pero él es el jefe, así que todos tienen que escucharlo. Eso puede suceder con bastante frecuencia en el cerebro.
Queremos y necesitamos desesperadamente dormir, pero no hemos finalizado la serie de Netflix o no hemos terminado de revisar el celular y seguimos.
Es como si el cerebro dijera: soy el que está cargo y esto es lo que vamos a hacer, aunque después paguemos las consecuencias.
Entonces ¿es mi cerebro el culpable de siempre querer el postre o de comer chocolate tras chocolate sin parar?
Sí, es algo extraño que mi esposa llama «el tanque del pudín»: cuando realmente te sientes lleno, te ofrecen el postre y, de repente, sientes que tienes espacio, como si tuvieses otro estómago listo.
Pero es el cerebro que dice: «quiero eso ahora y no me importa lo que diga el sistema digestivo».
Es algo que ha evolucionado. Piensa en nosotros como criaturas primitivas: encontrar una fuente de alto contenido calórico era genial.
Debías comer todo lo que pudieras con el fin de acumular reservas de grasa para cuando no pudieras conseguir comida.
Ese problema ya no lo tenemos en el mundo moderno, en el que presionas un botón en tu teléfono y en media hora, te llega la comida, y no es algo con lo que hayamos evolucionado.
Así que el cerebro dice: «¡Hay comida ahí, nos la tenemos que comer! Es bueno para nosotros porque necesitamos asegurarnos de que contamos con suficientes recursos».
Pero ya no necesitamos hacer eso y debemos esforzarnos para frenarlo.
«El sabor dulce de los postres es una recompensa tangible que el cerebro reconoce y desea, así que no admite que el estómago le diga en ese momento ‘aquí ya no queda hueco para nada'».
En su libro señala que «el cerebro es propenso a preocuparse». No es que eso me preocupe, en lo absoluto, pero ¿por qué?
Nuestro cerebro está atento a los peligros y crea una red de detección de amenazas que incluye partes fundamentales del cerebro, entre ellas el hipocampo y la amígdala.
Es algo bueno porque nos ha mantenido vivos. Pero es un área muy sensible que también se puede activar con cosas pequeñas.
Si no llego al metro a tiempo, no llegaré a la entrevista, no tendré trabajo, se dañará toda mi carrera.
Tenemos esta habilidad de imaginar, de predecir, y eso nos lleva a pensar que nos pueden pasar cosas malas, aunque posiblemente nunca lleguen a suceder. Sin embargo, el hecho de anticipar sus consecuencias, nos hace preocuparnos.
El cerebro humano moderno está constantemente imaginando escenarios, así navegamos el mundo: si voy por allá ¿qué pasará? ¿y si más bien voy por aquí? Muchos de esos escenarios son inútiles e involucran resultados negativos.
Podemos estar permanentemente preocupados por cualquier cosa porque somos propensos a eso y lo que el cerebro reconoce como negativo, desencadena el mecanismo de detección de amenazas, lo que nos provoca estrés y ansiedad.
En cierta forma, el cerebro asume constantemente el rol de su peor enemigo al intentar anticipar todo, al tratar de anticipar cosas malas.
«Cuando no se dedican a supervisar (y, a menudo, a perturbar) el funcionamiento de los procesos fundamentales que necesitamos para mantenernos con vida, nuestros cerebros conscientes son excepcionalmente buenos imaginando fuentes potenciales de daño para nosotros».
Plantea que muchas personas con fobias son muy conscientes de cuán ilógicas son. Ni le cuento lo que me pasa cuando veo a un ratón. ¿Por qué nuestros cerebros juegan en nuestra contra de esa manera? Es increíble
Lo es y es muy molesto lo que hacen. Y creo que el punto que mencionas es bueno en el sentido de que algunas personas con fobias saben intelectualmente que lo que les asusta no es tan peligroso.
Lo más probable es que el ratón no te lastime, no puede, es diminuto comparado con tu tamaño. Esa es un manera objetiva y racional de verlo, pero eso no es lo que hace el cerebro.
Hay ciertas cosas a las que parece que hemos evolucionado para tenerle miedo, por ejemplo, arañas y serpientes. Ambas son fobias muy comunes.
Y es que en la naturaleza, son un peligro: si te despiertas y hay una gran araña o una serpiente venenosa cerca ¡claro que puede hacerte daño!
Desarrollar, ante ellas, una respuesta del miedo hiperactiva fue algo útil para el cerebro y parece que, hasta cierto punto, todavía está allí.
Se han hecho estudios con chimpancés, nuestros parientes más cercanos, que demuestran que puedes entrenarlos fácilmente para que le teman a las serpientes.
Pero si usas flores, que son inofensivas, no aprenden a asustarse porque no tienen el instinto en sus cerebros para temerles.
Cuando experimentamos con cosas a las que les tenemos miedo, independientemente del motivo, el cerebro aprende la lección equivocada.
Mi madre siempre le ha tenido miedo a las polillas, ella sabe que no es sensato porque son unas cositas aleteando que no lastiman a nadie.
Pero mi abuelo decidió que ella debía ser tratada con una terapia de exposición extrema para que comprobara que eran inofensivas, pero lo que hizo fue empeorar la situación porque cuando haces eso, cuando te encuentras cara a cara con la fuente de tu miedo, desencadenas la enorme y poderosa respuesta del miedo y el cerebro se vuelve hiperactivo.
Si veo un ratón en la pantalla, mi ritmo cardiaco se dispara, me pongo tenso, empiezo a hiperventilar.
El cerebro recuerda que se desencadenó una respuesta del miedo enorme, que hubo una reacción física y, por ende, debo tenerle miedo a los ratones porque desatan todo eso.
El cerebro aprende la lección equivocada por las respuestas sobreactivas que genera.
«La tendencia del cerebro a preocuparse puede tener unas consecuencias físicas reales en nuestros organismos (presión arterial elevada, tensión, temblores, pérdida/ganancia de peso) y en nuestras vidas en general, pues, obsesionándonos por cosas inocuas, podemos hacernos mucho daño en realidad».
Escribió que «el cerebro es una maraña terriblemente compleja de conexiones y enlaces, como un universo de adornos luminosos de árbol de Navidad encerrado en una esfera de reducidas dimensiones». ¿Es por eso que algunas veces no recordamos el nombre de alguien o cuando corremos a otro cuarto a buscar algo o a decirle algo a alguien, se nos olvida por qué estamos ahí?
Sí, en gran parte se debe a eso.
Cada recuerdo que tienes está almacenado a lo largo del cerebro y sus diferentes conexiones y, para poder llegar a él, necesitas una especie de ruta entre la parte frontal de tu cerebro, donde tomas decisiones y piensas: «necesito encontrar este recuerdo», y el lugar donde está guardado, junto a muchos otros.
Pero algunas veces, en la ruta hacia el recuerdo correcto, se produce una desviación o se termina en el lugar equivocado, y puede ser difícil de cambiar.
Por ejemplo: ¿cómo es que se llama este actor? El cerebro dice: «yo ya había hecho esa tarea, no le quiero dedicar más tiempo, estoy ocupado con otras cosas».
Se produce un bloqueo que nos impide tener acceso al recuerdo en cuestión porque es difícil navegar por toda esa maraña de diferentes elementos de la memoria.
Lo que dices de ir de un cuarto a otro, es otra parte de eso: hay algo en el cerebro llamado células de límite y cuando vas de un lugar a otro, apenas cruzas la puerta, el cerebro reconoce que está en un lugar nuevo.
Se prepara para lo que viene, está a la expectativa y no necesariamente mantiene la información que tenía en el otro cuarto porque, dice, «ya no la necesito, estoy en otra parte, en un sitio nuevo».
Como resultado, olvidas la información urgente que necesitabas decirle a la otra persona.
Todo es parte de esta manera rara en la que el cerebro tiende a trabajar.
«La memoria a corto plazo es rápida, manipulativa y fugaz, mientras que la memoria a largo plazo es persistente, duradera y holgadísima en cuanto a su capacidad».
¿Qué tiene que ver el ego con nuestros recuerdos?
La memoria es muy egocéntrica.
Es importante reconocer que cada recuerdo que tenemos se forma desde nuestra perspectiva: todo proviene de nuestros propios sentidos, pensamientos, comportamientos y actitudes.
Por defecto, nuestra memoria es técnicamente egotista porque no nos podemos salir de nuestro cuerpo y mirar el mundo que nos rodea y recordarlo. Todo pasa por nuestros ojos.
Pero como la memoria es tan flexible, sorprendentemente plástica, no es completamente caótica, se pueda ajustar, cambiar y modificar fácilmente y nuestro cerebro suele hacerlo por razones egocéntricas para hacernos sentir mejor con nosotros mismos, para recordar el pasado con más cariño, entre otras razones.
Existe el llamado sesgo de olvido por componente afectivo: si tienes dos recuerdos de igual importancia, uno que es positivo, lleno de experiencias felices, y el otro que es negativo, lleno de malas experiencias, y ambos ocurrieron alrededor del mismo tiempo, uno después de otro, las emociones negativas se desvanecerán en tu memoria más rápido que las positivas.
Al evocarlos un año después, el cerebro tenderá a aferrarse más a los recuerdos positivos que a los negativos.
Es otro mecanismo de defensa porque no queremos estancarnos en recuerdos demasiado negativos. Queremos aprender la lección, extraer información, pero no es necesario que sigamos experimentando las emociones negativas.
Los recuerdos positivos son más motivadores, nos hacen sentir mejor, nos hacen sentir nosotros mismos, nos dan más confianza, y esos sentimientos nos ayudan a sobrevivir y navegar el mundo.
Por eso, el cerebro modifica constantemente nuestros recuerdos, no es que elabore una narrativa falsa, sino que ajusta los recuerdos para que nos sintamos mejor con nosotros mismos.
Pero, como plantea en su libro, todos podemos llegar a crear recuerdos falsos, aunque realmente creamos que nuestros recuerdos son versiones precisas e imparciales de los eventos. ¿No?
Sí, constantemente estamos actualizando nuestros recuerdos y los ajustamos para satisfacer nuestras necesidades en un determinado momento.
Cada vez que le cuentas a alguien un recuerdo, esa experiencia de contarlo se le añadirá a ese recuerdo. Es como un archivo que se actualiza en internet.
Cuando lo compartas con tus amigos, enfatizarás las buenas partes y le restarás importancia a las malas, lo que significa que ese recuerdo se vuelve más positivo en tu cabeza y luego no recuerdas la experiencia original tanto como sí recuerdas lo que contaste de la misma con posterioridad.
Y no es que lo hagas a propósito. Nadie realmente quiere pensar que va a cambiar sus recuerdos para sentirse mejor. Es un proceso inconsciente, ocurre por defecto porque así es como funciona nuestro cerebro.
Es una consecuencia de la forma en que almacena la información, se actualiza constantemente, se ajusta, se adapta permanentemente a lo que se necesita y no existe ninguna forma de demostrar que la memoria de alguien es permanentemente incorrecta o correcta.
«Los recuerdos recuperados por el cerebro son comparables a veces con una bola de pelo expectorada por un gato: en ambos casos, se trata del producto de un alarmante proceso de enmarañamiento interno».
¿Por qué nuestros cerebros tienden a darle prioridad a ser parte de un grupo, aunque algunas veces sepamos que no nos conviene?
Hemos evolucionado para ser aceptados por nuestra comunidad y si no tenemos eso, nuestro cerebro entra en un estado muy negativo.
Hay muchos estudios sobre personas socialmente rechazadas o que están en la parte inferior de la jerarquía y cómo eso les ha generado ansiedad.
El confinamiento solitario, que mantiene al prisionero alejado de los demás todo el día, cada día, se reconoce como una forma de tortura psicológica, porque los cerebros humanos no pueden, en absoluto, manejar esa situación. Es una experiencia genuina y seriamente angustiante para nosotros.
Cuando estamos con otros, incluso si es un grupo pequeño al que acabamos de entrar, instintivamente nos sentimos obligados a trabajar por la unidad, para ser armoniosos, porque ese ha sido el estado predeterminado de los humanos durante la mayor parte de nuestra evolución.
Es cuestión de supervivencia: si todos nos llevamos bien, trabajamos juntos, sobreviviremos. Y esa es una lección que nuestro cerebro ha aprendido durante millones de años y todavía está ahí, es inherente.
Incluso si sabemos que realmente no estamos de acuerdo con sus miembros: «si lo digo en voz alta, me van a rechazar y voy a tener que buscar otro grupo en otra parte».
Así que prefiero decir: «sí, tienes razón, estoy de acuerdo» y sigo siendo parte, en vez de correr el riesgo de ser rechazado y de convertirme en un paria.