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CRÓNICAS DE LA CALURA: «BEBIENDO CON EL ELEGIDO». José del Carmen Barroso

Ernest Descals.Artista Pintor: Bar de Pueblo

CRÓNICAS DE LA CALURA:

«BEBIENDO CON EL ELEGIDO»

(Para Dionicio Veltre, saldando así una vieja deuda que contraje con él en Bar-ril)

Se llamaba Ernestino Davalillo, aunque él decía llamarse Ernesto Dávalos, pero yo lo sobrenombré Ernestino Mogollón por un personaje que había en la Radio Rochela cuando yo era niño. Claro, él nunca se enteró de que yo le puse ese mote, porque de haberse enterado me habría lanzado un sortilegio para convertirme en sapo; y yo sapo, jamás. Es que Ernestino decía tener poderes mágicos y, pese a que yo soy un incrédulo, mejor me andaba con cuidado, porque de que vuelan, vuelan.
Lo conocí en el café Brudrimar, una tarde cuando llegué con mis amigos Robert y Samir, con los que conformaba un trío al que llegaron a apodar «los trillizos de Coro», no porque fuéramos idénticos, como las trillizas de oro, ¿recuerdan?, las argentinas, sino porque éramos inseparables. Bueno, inseparables hasta que Ernestino empleara sus artes para separarnos, pero eso se los contaré más adelante.


Llegamos a Brudrimar y reservamos una mesa de la calzada colocando sobre ella uno de nuestros bolsos, luego entramos a saludar a la bella señora Rosella y a Mario, los dueños del café, y a hacer nuestro pedido. Cuando retornamos a la calzada nuestra mesa estaba ocupada por un hombre alto, blanco, ojos amarillo candela, medio calvo y con coleta, con una vestimenta bastante sui géneris: khurta hindú, pantalón caqui, y collares yorubas mezclados con yapamalas. Estaba acompañado por un joven tan delgado como yo, «pero sin tu charme», me diría luego Robert. De inmediato les reclamamos a los invasores nuestros puestos. El joven flaco nos miró con desprecio y se negó rotundamente a levantarse, sin embargo, el calvo, conciliador, lo convenció de que lo hicieran. «No hay necesidad de que se levanten, podemos buscar unas sillas y compartir la mesa», intervino Robert. Y así lo hicimos. Al principio había en la mesa dos conversaciones paralelas, la nuestra y la de ellos, claro está, pero al rato Robert, tan sociable como siempre, ya estaba en amena charla con el calvo. Luego Samir se incorporó a su diálogo.


La conversación trataba sobre algo así como metafísica o esoterismo. Sobre auras, energías y esas cosas. Como ese nunca ha sido un tema de mi interés, para intentar socializar también con los extraños me fui por lo básico, preguntarles sus nombres. «Ernesto Dávalos», me respondió el mayor, que debía tener unos cincuenta años aproximadamente. El flaco antipático (que se daba un aire a Ghandi, por cierto), de unos 23 años, me ignoró. Se limitó a encender un Marlboro rojo y a escuchar y a asentir con un gesto la verborrea «new age» de Ernesto. Bueno, de Ernestino, como descubrimos luego que se llamaba el hombre. Al rato decidí marcharme, mis amigos estaban encantados con la charla de aquel gurú, pero a mí el tema me aburría. «La conversación está muy interesante», mentí, «pero debo irme antes que tanta energía me electrocute», les dije en tono de broma. Robert rio con una estruendosa y seca carcajada, muy característica de él, y Samir sonrió, no así el acompañante de Ernesto, y menos éste, quien se mordió el labio inferior mientras me miraba con desdén.
Cuando volví a ver a mis amigos estos no hacían más que hablar del Ernestino: Que si Ernesto ha tenido encuentros con extraterrestres, que si Ernesto ha ido a la India, que si Ernesto y sus cuarzos rosas y turmalinas, que si Ernesto lee las runas y limpia el aura…


Una tarde me invitaron al estudio de Ernestino, el cual quedaba cerca de la calle Zamora. El estudio era un cuartico abarrotado con fotos de Sai Baba al lado de imágenes de María Lionza, estatuillas de Buda al lado de otras de José Gregorio Hernández, cuadritos de Santa Bárbara al lado de fotos del Dalai Lama. «¡Por la palma bendita del cocotero santo de Lila Morillo!», exclamé al ver la mezcolanza religiosa que tenía Ernestino. «La energía universal es una sola, y todo lo que nos ponga en contacto con ella es válido y necesario», me respondió con un tono de reproche, mientras encendía un porro, cuando le pregunté el porqué tenía juntas todas aquellas imágenes de manifestaciones religiosas tan distintas. Seguidamente el hombre puso a sonar un disco de los Beatles, y yo, inocentemente, le pregunté si fumaba monte para aliviar los achaques propios de su edad. «¡Yo no tengo achaqueees!», me gritó. «¡Y mucho menos edad!», remató. «La edad no existe. El espíritu no sabe de números». «Pero el cuerpo sí», le riposté. «El cuerpo tampoco existe, el cuerpo es una entelequia», me contradijo Ernestino. «Fumo para alcanzar el nirvana». Explicó visiblemente molesto, pero intentando, ahora, aparentar serenidad. Robert, viendo lo tenso que se había tornado el ambiente intervino para cambiar de tema. «Qué buena está la música». «Sublimeeee», lo secundó Ernestino, con voz sedosa dándole una calada a su porro. Yo, que no podía mantenerme callado, le comenté a Ernestino: «Oye, Ernesto, y si no escuchas a los Beatles, sino un merengue de Roberto Antonio, ¿podrás alcanzar igualmente el nirvana?». ¡Ay!, mejor que no hubiera dicho eso.


«¡¿Quééé?! ¡¿Qué estupidez estás diciendoooo?! ¡Solo abres la boca para decir estupideces. Siempre quieres burlarte de mí, de mis creencias, ridiculizarmeeee!». Gritaba Ernesto descontrolado. Todos me miraban con gesto reprobatorio, como diciéndome: «¡Qué bolas. Cómo puedes irrespetar así a un maestro ascendido!». Yo me disculpé y poco a poco el hombre se fue calmando. Ahora era puras risitas. Nos sirvió un té, el cual, dijo, estaba hecho con unas flores que solo nacían en un lugar de la India llamado Cashemira. Pero a mí me supo a Kool Aid caliente. Al tiempo que saboreaba su té, Ernestino comenzó a contar su experiencia en el festival de Woodstock. «Sííí, yo estuve allí. Nunca el mundo volverá a tener un momento como ese. Había una energía mística, un nuevo génesis con todos nosotros emergiendo del barro». Yo escuchaba con atención y los otros con fascinación, porque a decir verdad el tipo tenía una labia incomparable. En su monólogo, Ernestino pasó de Woodstock a la India, de la India a las pirámides egipcias, de las pirámides egipcias a las mayas, de las pirámides mayas a una fiesta en Madrid con su «amiga íntima» Lola Flores, a quien imitaba en un show travesti que hacía en un cabaret, y de ahí al cerro de El Bachiller en el estado Miranda donde había estado en un frente guerrillero combatiendo contra los adecos.


«Oye, Ernesto, ¿cómo hacías para estar en tantas partes al mismo tiempo? ¿Tú como que tienes el don de la ubicuidad?», dije sin malicia alguna, solo con la curiosidad de todo joven.
Hubo un silencio de monasterio de clausura, una tensión de cuerda de violín, un delta de sudores en los rostros de los presentes y luego el grito que llegó a Paraguaná, a Curazao y más allá: «¡¡Fueraaaa!!», me gritó Ernesto señalándome la puerta con su dedo largo como el de ET el extraterrestre. Yo intenté calmarlo: «Ernesto, cálmate. Ernesto se te va a bajar el nirvana. Digo, la tensión».Todos me observaban con una mirada acusadora. Es que realmente las cuentas no me daban. Qué culpa tenía yo. «Tómate otro «culeicito» de Cashemira, Ernesto», le decía, pero se molestaba más. Así que no me quedó de otra que irme como perrito regañado. Al día siguiente, con la moral repuesta, busqué a mis amigos, pero estos no quisieron recibirme con la excusa de que estaban estudiando. Cosa que me pareció normal. Al otro día quise, nuevamente, reunirme con ellos, pero en sus residencias me dijeron que habían salido muy temprano y no habían informado a qué hora regresarían. Eso mismo sucedió al siguiente día y al siguiente. Entonces acepté que me estaban evitando, que Ernestino los había puesto en mi contra.


Habría transcurrido una semana cuando me topé con Samir en una calle del centro. Él simuló no verme, cambió de acera y apuró el paso. Yo hice lo mismo, cambié de acera y comencé a perseguirlo hasta darle alcance. Saltó del susto cuando sintió mi mano huesuda en su hombro. «Me asustaste», me reclamó. «¿Qué les está pasando, Samir?», quise saber. «Es evidente que me están rehuyendo». Samir miró en todas direcciones y dijo en voz baja e imperativa: «¡Aléjate de nosotros!». Aquella petición me dejó desconcertado. «¿Pero por qué me pides eso? Ustedes son mis mejores amigos. Nosotros somos los trillizos de Coro. ¿Lo olvidaste?». Samir volvió a mirar para todos lados antes de responder a sotto voce: «Lo sabemos todo. Ya Ernesto nos dijo quién eres tú». Extrañado, intentando comprender lo que sucedía, le pregunté: «¿Y según Ernesto quién soy yo?». Tartamudeando, Samir me respondió: «Pregúntale a Robert. Yo no puedo decir nada». Al decir esto dio media vuelta y se marchó.
Yo me quedé pensativo. Ahora ni yo sabía quién era yo.


Días más tarde, vi a Robert, a Samir y a Ernestino en compañía de un grupo de señoras muy extrañas, muy sombrías, de mediana edad, las cuales portaban unos libritos negros en sus manos. No me atreví a acercármeles. Solo los observé de reojo y pensé: ¿Qué se traerán estos entre manos? En la noche decidí tomarme unos tragos en el bar La Castellana y me encontré con Robert y Samir, quienes conversaban animadamente en la barra. Los saludé y me ignoraron, por lo que preferí seguir de largo hasta el fondo, desde donde podía dominar todo el lugar. Pasadas unas dos horas, con los whiskys zumbándome en las venas, decidí confrontar a mis amigos o, mejor dicho, antiguos amigos. «Quiero que me expliquen qué está pasando», les exigí. Con las cervezas recorriendo arremolinadas en su torrente, Robert con la lengua torpe, pero dispuesta para la conversa, dijo eufórico: «¡¡Josééé, mi amigo queridooo!!». Luego se abalanzó hacia mí y me estrujó con un abrazo. Cuando me soltó insistí: «Cuéntenme qué está sucediendo. ¿Por qué me ignoran?». Y ahí comprobé que no hay secreto que el alcohol no ayude a revelar. «José, no podemos andar contigo. Ernesto descubrió que yo soy el elegido, y tú eres de la mano izquierda», me respondió Robert sin perder su sonrisa, mientras Samir le daba golpecitos con el codo. «¿Pero qué es eso, Robert? ¿Elegido de qué o para qué? ¿y cómo es eso que yo soy de izquierda? Yo soy copeyano», (uno tiene su pasado, entiéndanme queridos lectores). Robert soltó una carcajada muy sonora y me contestó: «El elegido para salvar a la humanidad del mal. Y tú eres de la mano izquierda, es decir, tú eres un enviado del mal para hacerme fracasar». Ahora fui yo quien soltó una carcajada. «Qué vaina tan loca. Ese Kool Aid de Cashemira que toma Ernesto está piche, definitivamente. Lo hace alucinar. Debe ser un guarapo de hongos lo que bebe. ¿Cómo puedes creer en esas cosas, Robert?». Samir intervino raudo: «Ernesto no se equivoca. Y las sibilinas tampoco». Mi mandíbula cayó al piso al escuchar aquel comentario de Samir. «Me has dejado desmandibulado, Samir», le salí al paso con esa graciosa frase que le había robado a mi maestro Rolando Gómez Penso. «Tú me conoces, amigo. Jamás esperé de ti semejante perfidia. ¿Y quiénes son las sibilinas?, ¿las guacharacas esas que andan con Ernesto? ¿No se dan cuenta de que toda esta película dominguera de Venevisión la ha inventado Ernesto para separarnos?». Robert me miró dubitativo al tiempo que decía: «Hmm, no sé. ¿Tú crees?». Clavé mi mirada enfurecida en los ojos verde botella de Robert y le respondí: «Estoy seguro. ¿Tú lo dudas?». Al recibir de Robert como respuesta solo un movimiento elevatorio de hombros di media vuelta y caminé hacia la salida.


Muy temprano en la mañana llamé a mi amigo Erwin Dovale para ponerlo al tanto de lo que estaba sucediendo. Quería que me ayudara con sus conocimientos de gran mago a combatir la maldad de Ernesto Dávalo. Me dijo que con mucho gusto lo haría, pero que primero debía conocerlo. Le resultaba extraño no haber escuchado hablar de él antes. Quería saber a quién se enfrentaría. Me pareció lógico que así fuese, por lo que acordamos encontrarnos esa tarde en la panadería Costa Nova y de ahí irnos al café Brudrimar donde, intuía, podíamos encontrar a Robert y Samir en compañía de Ernesto, su asistente y las fulanas sibilinas.


A lo lejos, mientras caminábamos por el paseo Talavera, divisamos la mesa a la que estaban sentados Robert, Samir y sus acompañantes. «Ahí están», le dije a Erwin. «Ernesto y su asistente están de espaldas», le informé. Cuando estuvimos frente a la mesa dimos las buenas tardes. Robert respondió con voz fuerte y amable; Samir, con voz temerosa; las sibilinas y el asistente respondieron entre dientes y Ernesto solo levantó una ceja, pero cuando vio a Erwin dio un salto en la silla y se puso pálido. «¿Qué pasó aquííí?», me pregunté mentalmente. Erwin abrió la boca cuanto pudo por el asombro y al cerrarla exclamó: «¡Ernestinoooo! ¡Ernestino Davalilloooo!». Yo confundido miré a uno y a otro y procedí a corregir a Erwin: «No, Erwin, él es Ernesto Dávalos, de quien te estuve hablando». Erwin pareció no escucharme, seguía mirando a Ernesto fijamente mientras el otro le rehuía la mirada. «Ernestino Davalillo no. Ernesto Dávalos es mi nombre», logró a duras penas, con voz apagada, decir Ernesto. «¿No te voy a conocer yo, Ernestino? Te conozco de toda la vida, desde que te trajeron pequeño de Curamichate, tu pueblito», le aseguró Erwin. «Si yo soy Ernestino, entonces tú eres Oswaldito», expresó Ernesto levantando la voz. Erwin la alzó más para aclararle: «Yo soy Erwin Dovale, porque ese es mi nombre artístico, pero tú no eres artista para cambiarte el nombre y no sé de dónde has sacado, según me contaron, que tienes poderes sobrenaturales. Bueno, el único poder que tienes debe de ser el de convencimiento, solo así se explicaría cómo logras engañar a personas como estas señoras sin oficio que te siguen a todas partes, en vez de ponerse a hacer un curso en el INCE. Ja, ja, ja. Si tuvieras poderes no te habrían llevado preso cuando estafaste a medio Coro con aquellas tarjetas de crédito falsas».

Ernesto, rojo de la ira y la verguenza solo atinó a decir: «Eh…teteté». Al ver que Ernesto enmudecía por primera vez, aproveché para decir: «Qué pequeño es el mundo. Si lo sabrá Ernesto que ha viajado tanto». Erwin mostró un teatral gesto de sorpresa y exclamó con tono de interrogación al mismo tiempo: «¡¿Viajadooo?! Será en sus sueños, porque este ni facultades tiene para hacer un viaje astral». «En mis sueños no. Yo he recorrido medio mundo», aseguró Ernesto, poniendo un punto imaginario en el aire con su dedo de ET. «¿Pero cuando has salido tú de esa cuevita que tenías en el mercado viejo donde vendías montes y loterías?», le salió al paso Erwin. A Ernesto nuevamente se le pegaron los platinos cuando intentó articular palabra para defenderse: «Eeeh… teteté. Eeeh… teteté». Las sibilinas, que observaban intranquilas aquel choque de fuerzas astrales aupaban a Ernestino: «Defiéndase, hermano, eso no puede ser cierto». Pero Ernestino solo seguía diciendo una y otra vez: «Eeeh… teteté. Eeeh… teteté».
Miré a Robert y a Samir y estos tenían la misma expresión de asombro y horror del personaje del cuadro El grito, de Munch, congelada en sus jóvenes rostros. Mientras, yo me relamía de gusto viendo cómo Ernestino se encorvaba y clavaba su mirada en las baldosas de la calzada.


Ahora venía mi estocada final: «Discúlpame, Erwin, has dicho que Ernesto no es artista, pero sí lo es, él cuando era joven imitaba a su amiga Lola Flores en un cabaret de Madrid». Erwin rio estruendosamente para luego agregar: «¿Su amiga Lola Flores? ¿En Madrid? Las únicas flores que este conoce e imita en su olor son las flores de ponsigué». Y nuevamente soltó una carcajada.


A Ernesto le dio un vahído y las sibilinas se apresuraron a sostenerlo para que no se cayera de la silla. Luego lo levantaron cuidadosamente y se lo llevaron caminando despacio hacia la calle Ciencias. Antes que doblaran la esquina alcancé a gritarle a Ernesto: «Adiós, Ernestino Davalillo, tómate tu tecito de Kool Aid de Cashemira para que te repongas». Y nunca más en la vida volví a verlo.
«Estoy en shock. ¿Y ahora qué hacemos?», preguntó Robert cuando Ernestino salió de nuestro campo visual, a lo que le respondí: «Lo de siempre, Robert, bebernos unos rones en la Hostería Colonial. Eso sí, brindaremos con la mano izquierda para que se repita». Y al decir esto último, según sigue contando Robert, solté una risa demoníaca. Pero eso yo no lo recuerdo.

José del Carmen Barroso

LAS MALAS COMPAÑÍAS. Joan Manuel Serrat y Les Luttiers