Letras

Por allí está el Licenciado (Relato de Migrantes en Serie # 2). Por Luis Enrique Homes

Sastrería

de Doña Petra

Los muchachos se preparaban para el inicio del año escolar y la sastrería de Doña Petra era un sitio de obligatorio de reunión para las madres y sus niñas. La señora era famosa por hacer las faldas blancas y azules de colegialas en una tela de calidad, resistente. Además, les garantizaba a las mamás que ellas les bajaría el ruedo a las faldas a medidas que las muchachas iban creciendo durante el periodo escolar, sin costo alguno. Como la demanda era mucha, Petra adelantaba su trabajo, confeccionando en módicas series varias faldas y esperaba que las clientas llegaran para medirselas y hacerle pocos ajustes. Andrea ayudaba a su abuela Petra en esas faenas durante el tiempo de vacaciones. No era que le gustaba la sastrería, pero ganaba algún dinero extra y lo que más le gustaba, era que tenía oportunidad de hablar con sus amigas de colegio a extendidas. Ya algunas muchachas programaban: “Nos vemos en la sastrería de Andrea”

Era sábado en la tarde y la abuela se había ido a misa. Andrea había terminado temprano pero no podía irse hasta entregarle a la abuela su reporte de trabajo. Aburrida decidió medirse varias faldas. Se quitó la falda amarilla de flores rojas que llevaba, la tiró al piso con desdén y comenzó a medirse las faldas de uniforme. Estaba sola, tendría tiempo y su mama no la fastidiaria: Te queda muy larga, te queda apretada, esta muy ancha, esta muy angosta. Con cada falda se miraba en el espejo, daba la media vuelta, coqueteaba. Se la quitaba y se ponía otra. Hasta que se canso de medirse faldas. Se quedó en pantaletas rosadas rodeadas de flecos mientras acomodaba la docena de uniformes que se había probado y fastidiada, fue a buscar en el otro extremo del estudio la falda que se había quitado. Y no estaba. Camino de un lado hacia otro y no la encontraba. Rebusco en las mesas, deshizo el paquete de faldas y nada. ¡¿Que raro?!, pensó.

Levantó la mirada y sobre el espejo, vio al licenciado con sus manos cruzadas hacia atrás. Parecía una estatua. Un frio electrico le recorrió todo su cuerpo y la dejó paralizada ante la majestuosidad del personaje inmovil. El hombre la miraba fijamente como esculcando su ropa interior. Ella sintió el taladro de sus ojos negro sobre el pubis de 15 años y solo alcanzo a decir: “mire que estoy en pantaletas” y él le dijo con una sonrisa cínica: “¿y crees que no me he dado cuenta”?. Andrea muy nerviosa inclinó sus rodillas, cruzó sus brazos sobre las piernas en forma de equis y le dijo: “ay deme mi falda. Usted la tiene”. Y el se la tiró a lo alto, para que ella la agarra como si fuera una pelota. “¡Cómo has crecido mocosa. Ya eres todo una señorita !”, le dijo, dio la vuelta y se fue por la puerta principal. Sin cerrarla, se devolvió y le pidió a Andrea, que temblando, estaba poniendose la falda: “No le digas a Doña Petra que yo estuve aquí”.

Andrea sudaba frío. Su corazón era como una bomba a punto de estallar. Una mariposa enjaulada alborotaba su mente de adolescente: ¿Como entro aca el Licenciado sin darme cuenta? ¿Cuando tiempo estuvo allí? ¿Que vio? ¿Por qué no dijo nada y se quedó callado todo el tiempo mientras yo me media las faldas?. Preguntas que se atropellaron en su cabeza. Andrea quiso asomarse a la ventana a ver si no había nadie, pero su corazón se aceleró nuevamente. Le dieron ganas de llorar, ganas de ir al baño. Se puso las manos sobre su cara y espero que allí, entre gemidos estancados y la protección de manos ingenuas, se disipara su vergüenza y rabia.

En los días siguientes, al verse en el espejo, volvía a su imagen la estatua del licenciado con las manos hacia atrás, escondiendo su pantaleta rosada de pueblo pobre. Ella instintivamente se inclinaba, cruzaba sus brazos sobre el vientre y protegía la virginidad de su santuario. Para ese entonces, el Licenciado tenía 52 años.

Luis Enrique Homes

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