Antonio y el viento. Por Enmanuel
Rompió el silencio con un balbuceo inintelegible, con una sibilante exalación.
Miró el techo y la vieja madera de Samán negro que lo sostenía ya derruida por los años. Detuvo la mirada en la estampa, casi invisible, del anima milagrosa de Juan Salazar y se dió cuenta que también su piel estaba pegada al hueso.
Sonaron redobles en el campanario del Padre Ulises y un llanto lejano le recordó el velorio de su madre, muerta por la peste, hacía mas de cincuenta años.
_ Antonio, Antonio… ¿aún estás ahí?
(preguntó Elena, la vecina entrometida que vivía en la casa azul, la del patio colindante con su patio).
_ No, (contestó displicente y prosiguió) ¡ya me morí!
_ ¡Ave María Purísima! ¡Magnificat! (chamulló Elena, mientras se bajaba torpemente de la mata de tamarindo).
Una ráfaga de viento caliente entró por el despintado zaguán, rebotó en el frontón del patio central, y se desinfló en los pies de Antonio.
Viento irredento y seco, que venía del monte que rodeaba al caserío. Viento necio e impulsivo que entraba a la casa y se arremolinaba en sus callosos pies. Viento viejo, que conocía cada arruga marcada en su frente.
Enmanuel
2 Comentarios
admin
Gracias hermano Miguel. Un abrazo
Miguel Alberto Zurita Sánchez
El viento, Antonio y Matías, el primero conocía las arrugas, seguramente de los dos, los dos viejos, sabían perfectamente, que el viento los conocía.
Uno frío y uno seco, pero el viento es el que va y viene, uno de ellos acompañado por la lluvia, para hacerlo más frío.
Antonio y Matías, somos o seremos todos, con nuestras arrugas, con nuestros recuerdos, con nuestro bolso marrón o uniforme gris.
¡Arrechísimo, amigo Manolo!