Opinión

«Coro, un espacio sagrado». GILMER CONTIN

Coro, un espacio sagrado

Estos días difíciles, cuando buscaba llegar a la Catedral a alcanzar del buen Dios alguna de sus bendiciones, y de paso auxiliar la práctica de la fe con alguna lectura en la librería diocesana, me encontré de repente en la Plaza Falcón, tan absurdamente modernizada con sus bancos de concreto. Quizás fueron hechos para poder ver sentados los últimos días de las casas de barro que circundan lo que fue “el mercado de los Ventorillos”, en un ahora lejano siglo XVIII, según nuestro historiador, Carlos González Batista.
De inmediato una breve disyuntiva me abordó internamente, si seguir en vía recta o atravesar caminando la largura del paseo Talavera para llegar a mi destino. Confieso que no me sentí con la fuerza suficiente para afrontar el peso de los recuerdos y decidí continuar el solitario camino de la calle Falcón .


Al regreso, analizando los sentimientos bajo la lupa de los pensamientos, entendí que esas dos amplias cuadras del paseo Talavera, se habían convertido en el espacio sagrado de mi memoria de aquel Coro que viví, que fui, y que de alguna forma construí. Por 26 años con sus días y sus noches, aquel espacio fue mío, mientras discurría mi vida personal y laboral entre el Museo de Arte Coro, el Museo Alberto Henríquez, el cine Miranda, la Casa de las cien ventanas, el café Brudrimar, el estudio de Orazio Scarcella, o el Taller de diseño de Marielis Oduber.
Tuve la sospecha que al caminar por allí, tras algún farol, podría aparecer de repente la cara sonriente de Julyrma Jimenez diciéndome “ Bienvenido a los Cuenta Cuentos de la casa”, o encontrarme al Poeta José Barroso detrás de una taza de café servida por Rosella, recordándome la próxima reunión de nuestro grupo Integralarte, mientras se acercan Doris Alves y Haydee Granadillo, con el abrazo de Brasil y la calidez del beso coriano, lejos del temor por la actual virulencia que me ha tocado vivir.
Estoy seguro, que al pasar frente al portal del Balcón de los Senior, llegará de nuevo a mi memoria la figura de Sofía Ímber vestida con su impecable chanel, y detrás de ella el arte de los grandes como Picasso, Reverón, Soto, Pablo Benavides, Pedro León Zapata, Lunar, Marisol Escobar, Botero, Domingo Medina, Rafaela Baroni, Armando Barrios, Jacobo Borges, Virgilio Trompiz, Cabré, o Frank Hyder con su canto infinito de colores a nuestro Amazonas.
Quizás al calor de mis pisadas por los adoquines grises, se me volverá a abrir la herida en el corazón al recordar caminar con Lydda Franco a la presentación de su antología poética , o al revivir el transitar lento de Reina Rivas mientras me envolvía con su memoria del patio de sol en su casa paterna, o quizás al llegar de repente el recuerdo de aquel tintineo en la mano de plata de Ana Enriqueta Terán, que musicalmente acompañaba su discurso de admiración a la palabra de Elías David Curiel, mientras orgulloso caminaba al lado de quien fue la mujer más bella en la literatura venezolana.

Estoy seguro que en cualquier momento que cerrara mis ojos, me volvería a ver allí, discutiendo con mi adorada Olga Camacho porque esa vez no quería abrir con su cantar coriano la fiesta de la noche en la celebración de algún aniversario, o cargando cajas con loza y artesanía falconiana para la tienda del Museo de Arte Coro junto a Dora Lugo un domingo por la tarde, o tal vez verme de nuevo sentado junto a Román Chalbaud y Norma Courlaender disfrutando de nuestro cine venezolano proyectado en el centenario muro de barro, en la casa del primer judío sefardí que llegó a la ciudad.
Sin duda, soy consciente de que han pasado los años, pero al primer paso que dé por esos espacios del museo Alberto Henríquez, me veré de nuevo atrapado en la selva de colores de Nicasio Duno compartiendo espacios con las fábulas de la serranía coriana; para luego entre tonos claroscuros seguir el rastro y las flores en el universo femenino de Marvella Correa, y huir juntos después de las diez, agobiados por los peligros de la noche.
Allí mismo, en ese hermoso patio con su fuente, bajo el arrullo de los conciertos de guitarra de Julio Javier Leen, seguramente volveré a descubrir los sueños en la madera que despiertan las hábiles manos de Otoniel Salas; o de sorpresa desde el fondo de la casa, aparecerá la alegría del baile venezolano en las piernas de Cristina Falco, y detrás de alguno de estos viejos postigos, seré de nuevo testigo presencial del primer desnudo en la escena de nuestro teatro universitario.
Allá, en la esquina derecha, me veo repitiendo frente a un micrófono, aquel “ Muy buenas noches a nombre de la Dirección de Cultura le damos una cálida bienvenida a la celebración …”, y después una cinta que se corta, un libro que se bautiza, un micrófono que se ajusta, unas manos que entregan, en fin… el turno a la oficialidad que luego daba paso al abrazo fraterno de los amigos.
Hoy cuando el Paseo Talavera no es espacio para el encuentro sino para las despedidas, y a la historia de la ciudad se suma el recuerdo de esos días, reconozco que carezco de fuerzas para lidiar con el agobio de la memoria y el eco de tantas ausencias.

GILMER CONTIN

CREPÚSCULO CORIANO. Gustavo Colina

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