Opinión

EL CARIBE SUENA BONITO. Por Osiris R. Betancourt Bruges.

Osiris R. Betancourt Bruges

EL CARIBE SUENA BONITO

Dedicado a mis amistades artistas y especialmente músicos, descendientes de inmigrantes,
que han retornado a la tierra de sus padres
.

Todo descendiente de inmigrante está siempre alimentado de la cultura de sus padres; la música, las comidas, las maneras de decir y un sinfín de detalles que, por ser normales en su ambiente familiar, no pueden ser notados por él mismo; y no se da cuenta que estas costumbres aprendidas lo hacen ser diferentes de los demás, incluso de otros descendientes de inmigrantes de origen distinto al suyo.

“Este paseo es de Leandro Díaz
pero parece de Emilianito,
tiene los versos muy chiquiticos
y bajiticos de melodía”

Tengo un tiempo viviendo en Santa Marta, Colombia, la tierra de mis padres, por culpa del desastre que ahoga mi patria. La mayor parte de mi vida la pasé en Venezuela, por lo que mis costumbres, y lo normal de mis modos son de un venezolano.

Cuando niño observaba que el colombiano que entró a Venezuela era generalmente pobre, muy pobre, que ejecutaban trabajos pesados; a veces eran gente de malas costumbres; ellos hacían mayoría. Esa mayoría dibujó el arquetipo de un colombiano malo y una colombiana que solo hacia trabajos de casa, o era prostituta; y eso se enredo con lo que trajeron de su cultura y sus saberes: el acento caribeño (sonoro y rítmico) de la costa Colombiana era menospreciado, la comida (rica en frutas, legumbres y verduras que hoy nos son desconocidas en Venezuela) se consideraba comida de pobre y la música pasó a ser considerada canciones de botiquín y de mala calaña; calificativos (que por suerte e inteligencia) no está dentro los parámetros de evaluación de un artista.

Gracias a mis padres el vallenato formó parte de mi vida; mi papá con sus costumbres aún intactas nos llenaba el aire de Rafael Escalona y además nos contaba la historia de cada canción; historias que a veces se mezclaban con su vida, con sus días en el Liceo Celedón de Santa Marta, con el ferrocarril, con la casa “de luces blancas que decía Adaluz” (que supuestamente si existía). Mi mamá corría a la radio a subirle el volumen cuando Rita Fernández empezaba a cantar “Colegiala” y nos repetía, cada vez, que era su prima.

Esa magia del arte -y específicamente del vallenato- colombiano se me apagó con la adolescencia; porque la transculturización norteamericana inundó el territorio petrolero de Venezuela: nos hicieron ver que lo nuestro era malo y en consecuencia lo de Colombia, país pobre, sin petróleo, y de gente de mala calaña que nos invadía, era peor.

En una época el vallenato no me gustaba. Pero un día descubrí la música verdadera, y con ella el Caribe. Descubrí el sabor del hablar de orilla de playa; del tono fuerte, del caminar acompasado y el bamboleo, que idénticos se mostraban en la música, en el baile y en la manera ser.

Entendí que en el Caribe se hace arte de verdad; cantando como se habla comúnmente; bailando como se camina, de manera descuidada, llevando ese ritmo que le falta al resto del mundo; diciendo lo que –sencillamente- se esta observando y que representa el sentir y la manera de ver la vida de ese conglomerado de gente diferente que vive en esta orilla del mar; una orilla inmensa en longitud, en saberes y riquezas que parece mas grande que la Europa artística. Porque nuestra música, mas que manifestación artística poco valorada o “modesto folclore” (como lo denunciaba Jesús “Gordo” Páez) es un arte complejo, rico en ritmos inexactos, que no ha podido ser escrita fielmente con las síncopas, con los contratiempos y demás artilugios académicos existentes; a pesar que a veces solo se hace con dos o tres instrumentos y con las gargantas roncas por el cantar “a pelo”, a fuerza de garganta. Nuestra música vale tanto o más que un nueve o un diez asignado a cualquier sinfonía.

Finalmente me hice un músico popular y la música pasó ha ser para mí (más que un cartel del estatus y nivel social de cada persona) la expresión del alma, el sentir de muchos y la alegría o la tristeza hecha vida. Y luego tuve la necesidad de entenderla, de verla desde sus orígenes; de este deseo no escapó el vallenato de mi infancia.

Supe -o entendí- que el vallenato original, el de verdad, era un libro de historias de Santa Marta, de la Goajira, del Valle, de la costa caribeña colombiana; que era ese contar de lo que pasaba y de lo que pasó, expresado con la originalidad del hombre de esas ¨ciudades-pueblos¨, en donde plasmaba su historia con sonidos. Entendí que en Colombia la historia se baila, se tararea por las calles, en los buses, en las cocinas de las casas. Descubrí que también era un instrumento de denuncia y -al igual que la gaita venezolana- pregonaba las quejas del pueblo. También descubrí su comercialización, para tratar de satisfacer ambientes, fomentando un vallenato vulgar, que cantaba groserías y pintaba obscenidades para vender.

Santa Marta, calle del centro

Siempre pensé que el colombiano de la calle no consumía ese vallenato vulgar. A Venezuela llegaban estos triunfadores de groserías, cargados de bambalinas y rodeados de bulla, a venderse como payasos de circo, pisoteando el orgullo de un Gabo, de un Vargas Vila o de un Botero, diciendo sus groserías; hasta de un Valderrama, que dejó dibujada las gramas del mundo con su arte.

Comprobé que sí existía este oyente del vallenato de la calle, idealizado por mí, porque tuve la suerte de tropezarme en el mercado de Santa Marta a cuatro maestros del arte popular. Era un grupo de vallenato callejero, típico de la ciudad, que acostumbran a salir los domingos en la mañana a amenizar a las reuniones de esquina de fin de jornada a los trabajadores del mercado. Las cervezas, la chanza y la burla intensa y sarcástica, también forman parte de estas pequeñas fiestas, que terminan al medio día del domingo. Cobran una tarifa irrisoria, y luego entre los oyentes que se acumulan y participan, tratan de obtener un poco mas de dinero. Pero en contraste hacen un derroche de arte popular invalorable, dibujando lo que conocemos como pueblos caribeños, descendiente de piratas, de indios, de españoles, de negros, de árabes; que se le enfrenta a todo, que dice que lo sabe todo y si no lo sabe lo aprende; que nadie es mas que ellos, que son irreverentes y altaneros, y que a la vida la ven solo como una gran fiesta y una sonrisa interminable. El maestro y director de estos grupos siempre es el que toca el acordeón; este que conocí, era un señor bastante mayor, vestido muy humildemente: sus zapatos baratos muy usados, su pantalón de poco precio y así el resto de su ropa, pero todo limpio y acorde para una actuación. Él tiene la actitud del que sabe, del que se le debe respeto, y efectivamente todos le dan respeto, nadie hace un chiste o burla al “acordeonista”.

La caja siempre la interpreta el mas audaz, tal vez el más joven, por la fuerza y la improvisación que requiere; este era un muchacho de pelo largo y su estilo era muy playero y desinhibido; usaba pantaloneta, unas sandalias, unos brazaletes tejidos y algún tatuaje. Es el tipo que todos quieren ser.

El “guacharaquero” es el que le pone el sabor caribeño al espectáculo, juega con su instrumento, lo resalta en momentos cambiando el ritmo o haciendo otra figura, hasta modificando el volumen del sonido, incitando al baile al más tieso de los presentes; él mismo baila con gracia, pareciendo que su pareja es la guacharaca porque modifica sus pases de baile cuando cambia el sonido del instrumento. Este señor parecía ser el más normal y menos bohemio en apariencia con respecto a los demás del grupo.

Pero la cara del grupo, el frente de ataque y al que todos miran sin evaluar mucho es al cantante. Una cadena gruesa, al parecer de plata, le guinda al cuello con una placa de oro escrita con algún mensaje católico de protección, que le da un caché distinto al de la majestad del acordeón; Alguna de sus prendas de vestir es de marca; a él es que miran las chicas y a quien le piden canciones; y es él quien mira detenidamente a cuanta simpática lo escucha, tal vez esperando que alguna se acerque. Serio, histriónico y por encima del nivel de los presente (pero conservándole el respeto al acordeonista) es que se ve este personaje de voz adaptable a cuanta nota se le antoja a director arrancar; muy difícilmente pide que bajen el tono de la canción porque su voz no le llega.

Esta amalgama de personalidades y estilos hace el conjunto vallenato. Ese mercado (con aromas de frutas y verduras, con delantales sucios, con vegetales pisoteados) hace la escena. Ese momento mágico (cuando sopla el acordeón, cuando rechina la guacharaca, cuando retumba la caja y suenan las voces) enciende la sangre de los presentes y, sin saberlo ellos, riegan con su música una de las reliquias más grandes que tiene la humanidad: la cultura caribeña.

EL CHEVROLITO. Carlos Vives de Rafael Escalona

11 Comentarios

  • Osiris

    Gracias a todos por sus comentarios.
    Este artículo lo veía demasiado personal y nunca lo publique, a pesar de ya tener varios años.
    Me demuestra que el Caribe lo sentimos todos.

  • Zandra Gámez

    Es un punto de vista respetable, visto dese otra perspectiva pero cuando se siente la música desde el alma se entienden mejor todas sus dimensiones. También eres artista musical, tallado con la cultura de la tierra que te vio crecer, con Excelente interpretación en la guitarra y por medio de la cual sabes expresar lo que amas tu tierra. Sigue aprendiendo de tus raíces, vivelas, descubrelas y disfrutalas

  • Flor González

    Nuestra generación, acá en Venezuela, pienso que era de poco oír vallenatos; sin embargo, observo que la generación actual, los jóvenes, tienen el vallenato entre la música de su preferencia. Excelente tu artículo. FELICITACIONES!

  • Elias Primera

    Viva el caribe!!, en cualquiera de las latitudes latinoamericanas que tiene la suerte de poseerlo. Tu descripción es universal y entendible para todos los que somos del caribe.

  • Tiburcio José Rivas Ordoñez

    Que cosas tiene la vida. Esa canción de «Chevrolito» era un himno para el migrante colombiano que partía desde la costa colombiana buscando el cielo en Maracaibo, la tierra del petroleo, el paraiso de al lado.
    Ahora es al revés, hijos de colombianos saliendo de este infierno que es la Venezuela hecha por los mal paríos chavistas, para volver a la tierra de sus padres.

  • El Inefable

    Rafa Escalona es el Simón Díaz Venezolano, solo que caribeño y no llanero. Osiris, muy bueno tu artículo, lleno de verdades dolorosas y contradicciones que emergen de quienes nacimos en Venezuela, pero de raices de la costa atlántica colombiana, que a fin de cuentas somos los mismos venezolanos del Zulia o Falcón.
    Felicitaciones, me gustó. Siempre los leo pero nunca les había comentado.

  • Petra Lopez

    Muy bueno. Recuerdo mis viajes a Barranquilla y Santa Marta, a la casa de las tías. Yo vivía en Maracaibo con mis padres, colombianos ambos.
    Y es así como lo dice usted señor Osiris: El Caribe suena bonito, pero además somos todos.

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