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«La Cuiva… un cuento». Por Enmanuel

 Un viento seco y ancestral se coló por los intersticios de la lona del viejo y descapotado Jeep Wrangler marrón. El camino, agreste y serpenteante, presagiaba maravillas, de esas que solo se ven en National Geographic o se oyen en «Nuestro insólito universo».

Salvador, gorra en mano, daba brincos al unísono del jeep y cada «¡no joooda!», matizaba de comedia algunos capítulos del viaje.

El intenso verano (sempiterno huesped de los xerófitos parajes falconianos) llenaba de terrosos amarillos la ruta a la aventura.

– ¿Que verga es esa?.- expectó Manolito.

– ¡Ni idea!.- respondió Manolo, girando su cabeza hacia la izquierda.

– Parece una «chicorita», de esas que hacían los cavernícolas y que salen en los libros de historia. – comentó el adoslecente mientras le gritaba a su papá que se detuviera.

El jeep se paró de un frenazo, mientras un torbellino de polvo cubría el perímetro del rústico.

Salvador y el pequeño Juancito, fueron los primeros en saltar, mientras que Manolito y Manolo, afinaban su vista para ubicar, con exactitud, el lugar de aquella herramienta prehistórica que atrapó la vista del muchacho.

– ¡Padrino, es por aquí!. – le insistía Juancito a Salvador, mientras que el singular «miralejos», se movía hacia el lado contrario.

Transcurrieron cuarenta y cinco minutos, entre el encuentro con la «chicorita» (una especie de cabeza de hacha, hecha con piedra de Silex o Cuarzita, cuyos extremos habían sido tallados para que sirviera como herramienta cortante) y la casa del viejo y enigmático Teotiste.

– ¡Buenos días!. – gritó Manolo sin bajarse del carro.

– ¡Salud!. – respondieron desde la casa de bahareque, circundada por una cerca de no mas de 80 centímetros de alto, construida con estantillos irregulares de madera, entrelazados con «alambre de púas».

– ¿Se encuentra Teotiste?.- preguntó Salvador «el miralejos», quien ya estaba de pié frente a la casa.

– ¡Aquí estoy, mis santos. Que alegría de verlos otra vez!.- respondió aquel hombre de mediana estatura, pelo blanco, gorra desteñida azul, piel tostada y ajada por el sol, camisa a cuadros y pantalones de caki.

– ¡Manolo, si te trajiste a Juancito y a Manolito también!. Bájense del jeep para que se beban un cafecito.

El sol brillaba imponente en el cenit. Una brisa caliente, con aroma a flores de cují y monte, perfumaba aquel paraje desértico, que parecía sacado de alguna novela de Miguel Otero Silva.

Aquella tropa de aventureros, entró a la casa de Teotiste y justo al cruzar el portal, un mágico ambiente apareció ante sus ojos: piedras de cuarzo hialino, de hexágonos perfectos, poblaban el vetusto piso de laja pulida. Había cuarzo por todas partes: sobre los dinteles de las puertas, en los horcones que sostenían el techo, incrustados en el barro de las paredes, algunos puestos al azar y otros dibujando laberínticas formas de geometría sagrada.

La casa de Teotiste, se encontraba en «Agua Clara», un antiguo caserío ubicado en el municipio Pedregal del Estado Falcón. Enclavado en los márgenes Noreste, de la fusión de los ríos Pedregal y Sabaneta. «Agua Clara» fué arrasada, a mediados del siglo XX, por una crecida descomunal de sus ríos adyacentes, quedando solo del antiguo pueblo: la torre destartalada de la Iglesia, la casa de Guamín y la de Tabo, todos pertenecientes a la estirpe de los Graterol, que era, también, el apellido del viejo Teotiste.

Lejos, habían quedado las sapiensales historias de la maestra Magdalena Davalillo y su  singular y docta, escuela primaria.

– Teotiste, ¿y desde cuando no se le aparecen «las naves»?. – preguntó Salvador refiriéndose a los avistamientos de OVNI (Objetos Voladores No Identificados), que se habían convertido en la atracción de aquella zona y la llenaban de un misterio espeluznante.

– ¡Ay mi santo!, anoche mismo se vió una «nodriza» arriba de la casa, que iluminó todito el cielo y hasta los chivos, del susto se salieron de los corrales.

Agua Clara y la zona que iba desde allí hasta las aguas termales de «La Cuiva», se habían convertido en parajes legendarios, donde se escuchaban historias que hablaban del extraño «hombre dorado» que se aparecía en el «cerro del baño», pasando por portales dimensionales que se abrían y cerraban en la pirámides de cuarzo junto al ojo de agua caliente y sulfurosa  que venía de las entrañas de la tierra. Sin olvidar la historia de la vieja india caquetía, que contaba como el Rey Manaure le había dado una espadita de madera a su tatarabuela, antes que enterrara su tesoro en las profundidades de los pozos coloridos de las termales de La Cuiva. 

Amén de las miles apariciones de extrañas luces moviéndose en los cielos limpios y estrellados de la zona, y que de vez en cuando, alumbraban las casas, convirtiendo pedazos de noche en día.

Aquella visita, se extendió por horas, antes de regresar nuevamente a Coro. El sin par Teotiste, contó del viejo cementerio de fósiles, del extraño animal que parecía un perro que caminaba en dos patas y mató varias cabras la noche de su aparición, «dejándolas sequítas y sin sangre». Contó del día que una nave bajó frente a la casa de Poro y Carmen, quedando todos los presentes como electrificados y la tierra donde descendió quemada y esteril. También narró que Alemanes, franceses, periodistas, científicos y «hasta el mismo Chavez», lo habían visitado pidiéndole información sobre aquellos portentos del lugar.

Salvador, que había quedado arrobado, por las historias de Teotiste, solo se le ocurrió  decir:

– ¡Este lugar lo que dá es mieo!

E.C.

«Pueblos Tristes» de Otilio Galindez. Canta Mercedes Sosa

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